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Junto a la artista visual Francisca Sánchez, esperamos en su taller la llegada de Catherine Millet y estamos un poco nerviosos. Francisca, porque Millet es una de las críticas de arte más importantes de la escena mundial; yo, porque su vida sexual es aún más reputada, y en unas horas vamos a hablar de sexo.
Pero con Millet en el taller, todo se relaja. Es como la chica eléctrica de la canción, pero madura: tiene 67 años, parece de 50 y es ligera como una de 20. Vino a Santiago invitada por la feria Ch.ACO y el Instituto Francés de Chile, y dice estar feliz con lo que ha visto en los talleres de los artistas locales. “El mercado del arte impone las mismas normas por todos lados. En ese sentido, Chile tiene la suerte de estar aislado”, dirá al día siguiente en la UDP.

A los 17 años, Catherine vio una obra de Lucio Fontana y entendió que se dedicaría al arte. No como creadora, sino como crítica e historiadora autodidacta. A los 24, a pulso y con amigos, fundó ArtPress, para muchos la revista de arte contemporáneo más importante de Europa. Ahora escucha atenta las historias de Francisca sobre sus esculturas subterráneas. Un rato después, cuando la acompaño a su hotel, observa Santiago por la ventana del taxi y le pregunto por Francia. Su respuesta tarda lo suficiente como para que su rostro se apague: “Es la decadencia”. Me pregunta por Chile y por la difícil situación que, por lo que le dijeron, estamos pasando. Le digo que no es para tanto. “Eso mismo me parece a mí, por lo poco que he visto”. En el hotel pedimos dos cafés e intento empezar a entrevistarla.

–Leí tus novelas… 
–No son novelas.

–¿Qué son, entonces? 

–La realidad.


Millet escribe sin ficción, pero con alta poesía para que “esa realidad parezca novela”. El primero de sus libros autobiográficos, La vida sexual de Catherine M. (Anagrama), fue fiel a esa premisa y causó un revuelo que ni ella ni sus editores se esperaban: el primer tiraje fue de seis mil ejemplares, pero terminó vendiendo más de tres millones y fue traducido a más de 40 idiomas. Parte del éxito, y del escándalo que lo acompañó, se explican porque la autora describe con una precisión casi científica las incontables orgías de las que formó parte desde sus casi 18 años hasta publicar el libro en 2001 (aunque cada vez con menos frecuencia desde que conoció a su actual pareja, el escritor Jacques Henric, y se fue inclinando por la monogamia).
De estas orgías también participaron personajes poderosos o públicos de la vida parisina, identificables sólo de manera aproximativa porque en el libro de Millet ocurre un efecto particular: desaparecen las personas y emergen, como anónimos protagonistas, los órganos sexuales. “Eso me lo reprocharon mucho, y de forma bastante violenta –cuenta ahora–. Daniel Simoni, un psicoanalista, comparaba el anonimato de los cuerpos con lo que sucedió en los campos de exterminio de la Segunda guerra. Decía que yo privaba a la gente de su identidad, lo cual no es tan cierto. Muchos no tienen nombre, pero sí tienen una personalidad a la que pude acceder, aunque fuera de forma breve y fragmentaria”.
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La vida sexual de Catherine M. rompe los esquemas de la literatura erótica pero también de la pornografía, y ni hablar del amor romántico, que ella considera un contratiempo. De las exploraciones sexuales, lo que menos le interesa es la seducción, e intenta acortar lo más posible la coquetería. Y sin embargo Millet está lejos de la ninfómana con la que muchos fantasean. Su experiencia sexual está mucho más cerca de la experiencia mística que de Sacha Grey o del sadomasoquismo. “De mis pulsiones, la sádica es la menos desarrollada”, escribe en la novela, y aclara luego: “si soy dócil, no es porque busque la sumisión”.
–Las relaciones sexuales son un juego –dice ahora–, no reflejan necesariamente tu posición en la vida social. Puedes encontrar tu placer siendo dócil y ese era mi caso, pero en el día a día puedes ser una persona autoritaria. Es frecuente en los ambientes masoquistas practicantes que los clientes de las meretrices sean hombres poderosos en la vida social, pero que encuentran placer jugando el papel de niños o de sirvientes.
Esta predilección por la docilidad sexual –y la falta de complejos con que asume ese rol– la aleja también de la caricatura de la feminista emancipada. Millet ya se enfrentó en Europa a los discursos feministas luego de que Dominique Strauss-Kahn, precandidato a la presidencia de Francia y exdirector del FMI, fuera acusado de intento de violación por parte de una camarera guineana que limpiaba su habitación de hotel en Nueva York. Varios medios europeos le pidieron que escribiera sobre el caso y ella consideró exageradas las reacciones contra el imputado, a las que asocia con un puritanismo reivindicativo. Sigue estando en contra de que lo metan a la cárcel, y no de su modo de vida licencioso.
Tampoco en sus libros predomina el macho bruto o agresivo, sino la amabilidad de sus amantes. La escritora, benevolente al punto de fracasar en sus intentos de prostitución por la incomodidad de cobrarles a los clientes, no hace juicios sobre el desempeño sexual de sus compañeros. Cada amante representa un placer único e incluso la insatisfacción sexual puede sumirla en un autismo benigno si se trata de entregarse al deseo del otro.
–¿Qué opinas de las corrientes feministas que se sienten agredidas por la voluntad masculina de sometimiento?


–Detesto eso. No hay que decirle a las mujeres, sea cual sea su categoría, “ustedes son las víctimas de los hombres”, sino ayudarlas a ser igual de fuertes que los hombres. Y a no aceptar ciertas situaciones si no quieren.

–En La vida sexual… cuentas cuando el abuelo de un amigo tuyo, en unas vacaciones, te tocó las tetas. Y explicas que eso te catapultó a la vida adulta.


–Es así. Me hizo tomar conciencia de que era una mujer. Y fue la primera vez que me tocaban las tetas. Es algo que puede choquear a quienes están obsesionados con la pedofilia, que hoy en día es como el tabú máximo. Lo puedo entender con los niños pequeños, pero yo en ese entonces era una adolescente, tenía una idea vaga de lo que era la sexualidad.

–De hecho, pasaste de la virginidad a las partusas bastante rápido. 


–Sí, casi inmediatamente.

–Sin embargo dices que tu cuerpo, por naturaleza, no era apto para el placer. 


–Si entendemos placer por orgasmo, es verdad que descubrí eso bastante tarde. Me demoré en comprender que las relaciones sexuales están hechas para el placer, o encontraba en ellas otro tipo de placer. Muchos de mis compañeros sexuales eran amigos, gente que frecuentaba durante años, pero eso no era lo único que buscaba con ellos. A fin de cuentas el sexo no es lo único en la vida.

–Por lo que entiendo, no tuviste orgasmos hasta pasados los 30… 


–Quizás no de manera tan plena. Hay distintas intensidades en el orgasmo y tardé en entender cuáles eran los mejores medios de acceso. Tal vez porque me preocupaba más por el otro, o porque era un poco indiferente. Nunca estuve obsesionada por eso.

–Estabas “simplemente disponible”, como dices.


–Digamos que nunca me opuse.

LA COMUNIDAD DE LIBERTINOS
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“¿Cuántos maridos puede tener una mujer?”, era una pregunta que acosaba a Catherine cuando niña. Pero apenas inició su vida sexual, las cantidades dejaron de importar. Sus amantes podían ser uno o cien, conocidos o desconocidos. Más que una adicción al sexo, la movía una suerte de impulso ético: liberar a la permisividad del gesto transgresor. “Nunca sentí que mi placer viniera de hacer algo prohibido –me explica apenas le menciono la palabra moral–. En realidad nunca me pregunté si lo que hacía estaba bien o mal, si tenía que seguir o tenía que parar. Creo que en mi comportamiento había y sigue habiendo mucha ingenuidad. Mis padres no me enseñaron el bien y el mal porque, de manera bastante abierta, ellos vivían mal. Eso me preservó de entrar a mi vida adulta con prejuicios. Tenía la fantasía de que en cualquier circunstancia uno pudiera tener una relación sexual con cualquiera, y eso fue lo que me motivó a vivir esa vida, mucho más que hacer algo contra la moral. Tampoco me interesa la provocación. Si no me preguntan no digo nada, y si me preguntan no tengo nada que esconder. Creo que eso enervó a muchos que se quedaron con una concepción de la libertad sexual como una especie de refinamiento. No creo que los libertinos sean una suerte de aristocracia ni que tengan que vivir como Sade encerrados en un castillo”.
La experiencia partusera de Millet no solo se distingue de Sade por sus refrescantes páginas de sexo al aire libre (aunque comience diciendo que “es contrario a la naturaleza humana copular frente al horizonte”, Catherine M. tuvo sexo en suficientes lugares de la campiña francesa como para llenar con alfileres el mapa de su país), sino también porque su comunidad de seres sexuales, lejos de ser una aristocracia de la lujuria, era una “red en la que no se puede conocer a todos sus miembros”, pues por entonces ella tenía más relaciones sexuales que sociales. Un modo de vida que, en el contexto posterior a Mayo del 68, era también un combate contra la represión y la inhibición, en el que Millet y su comunidad fueron vanguardia. De ahí que en lugar de aislarse intentaran atraer a otra gente, sobre todo a mujeres, más reacias a este tipo de encuentros. En último término, un sexo realmente abierto no podría sino producir una confraternidad sin límites y anónima. “Un espacio indefinido”, puntualiza Millet, aunque con sus propios modos de reconocimiento: “Cuando uno se cruza con un desconocido, puede ver en él ciertos signos por los cuales sabe que tiene esta filosofía sexual. Hay un pasaje formidable de En busca del tiempo perdido en el que Proust muestra la inmediata complicidad que se establece entre dos homosexuales que se cruzan por primera vez. Eso se juega en algo mínimo, que es observable también en los libertinos”.
–Dices que el espacio del libertinaje es indefinido, pero también el tiempo…


–Algo que me impactó en las prácticas de los libertinos es que para ellos no existía el paso del tiempo. A veces, hombres que no había visto durante años me llamaban un día por teléfono, como si nos hubiéramos visto la noche anterior, para retomar una relación sexual. Como si el cuerpo no hubiera cambiado.

–A ti, finalmente, la utopía del sexo libre te agotó. Las mismas ganas de romper con ella te motivaron a escribir la novela.


–Llegó un momento en que los discursos sobre la libertad sexual me empezaron a fastidiar. Había una idealización de la liberación sexual, como si fuera una solución perfecta. ¿Un gran seductor es más feliz que un monje solitario? No necesariamente.

Millet se toma el tiempo de pensar sus respuestas. Cuando el silencio se alarga, le digo que pasemos a la pregunta siguiente, pero me retruca: “estamos aquí para trabajar”. El tiempo se nos hace corto, pero por suerte es verdad que ella nunca dice que no, y acepta continuar la entrevista dos días después. “Desayunamos y me acompañas al taller de Ignacio Gumucio”, propone, y se me viene a la mente la frase de uno de sus amantes, que ella cita en la novela: “Parece que me estoy enamorando de una chica que se acuesta con todo el mundo”.
ATAQUES DE CELOS
Hace dos días Catherine llevaba un crucifijo colgando del cuello, pero ya no lo tiene, quizá porque hoy lleva un vestido de colores muy poco solemne. Mientras desayunamos, le pregunto si cree en Dios y me dice que no, simplemente le gustan las joyas y colecciona cruces. Lo que sí es curioso, agrega, es que sus pecaminosos libros han tenido muy buena recepción en la prensa católica: “Los católicos viven en una religión de la encarnación y en las iglesias han visto cuerpos desnudos desde que son niños. Para ciertas generaciones, la primera visión de un cuerpo desnudo fue en la pintura religiosa”.
Las visiones de su propia niñez son el tema de Enfance de rêve (2014), donde narra la historia de sus padres, Louis y Simone, quienes se casaron meses antes de que estallara la Segunda guerra. Con el paso del tiempo, las personas que nacieron del baby boom –y que más tarde serán los paladines de las libertades sesenteras– han tomado conciencia de lo que fue la vida amorosa de sus progenitores: “Los hombres partieron a las guerra –algunos como mi padre fueron prisioneros de guerra–, volvieron cinco años después y se encontraron con mujeres completamente transformadas: habían conocido a otros hombres, habían madurado, habían envejecido. Esto fue devastador para las parejas, porque en esa época la gente se divorciaba menos que hoy. Fui la hija de una pareja atrapada en esa situación conflictiva, al igual que muchos de mi generación”.
–Cuentas en tu libro una infancia desdichada, ¿te consideras víctima de algo? 


–No, de nada. Sufrí bastante, pero no fui desdichada. Mis padres vivían bajo el mismo techo pero tenían vidas amorosas y sexuales separadas, sin esconder nada a sus hijos, lo cual creaba conflictos. No me dieron explicaciones, pero me mostraron una realidad y no me mintieron. Esta vida con mis padres me daba una especie de superioridad respecto a mis compañeros de curso, porque podía decirles “yo sé lo que es la vida”.

Una manera de hacer que esa vida fuera menos dura era soñar despierta. De niña le sirvió para evadirse. Más adelante, controlar los sueños le fue útil para la masturbación, para concebir fantasías locas y etéreas, imaginando amantes sin identificar a nadie precisamente.
Sin embargo, de adulta, Catherine comenzó a fantasear para sufrir. De ese trance masoquista nació Celos (Anagrama, 2008), novela en que narra un largo ataque de celos que le brotó al hurgar en los cajones del escritorio de su marido y encontrar las fotos de una joven desnuda. Millet se convirtió así en una espectadora de las infidelidades de su pareja, a las que supo agregar otro sinfín de historias sexuales sofisticadas que ella misma inventaba. Para inspirarse, lo espiaba de manera obsesiva, constatando y admirando su capacidad de sumergirse en el placer. “Yo ya no soñaba mi vida sexual, soñaba la vida sexual de Jacques”, confiesa. Pero habiéndose convertido en una celebridad internacional por su vida licenciosa, y Catherine sabía que con Celos se enfrentaba a su propia sombra. “No quería que la gente leyera ese libro diciendo ‘ah, ella vivió ese tipo de vida y entonces fue castigada con los celos en esta otra vida’. Pero al final todo el mundo lo interpretó así”, concluye resignada.
“MI IMAGEN TE PERTENECE”
Mucha gente le pregunta a Catherine Millet si sigue llevando “ese tipo de vida”. Ella les responde que no, y no solo por el paso de los años. Después de escribir La vida sexual… ya no pudo involucrarse de la misma manera. Cuando lo intentaba, tenía la impresión de estar en una película sobre el personaje de su libro. Y no fue la única en pasarse películas: muchos lectores pensaron que una aventura con ella garantizaba aparecer más tarde en sus relatos, y le empezaron a llegar amables propuestas, con fotos incluidas. Han pasado 14 años y todavía recibe e-mails y cartas. Al comienzo las leía, e incluso respondía algunas. “El problema es que la gente escribe de vuelta y es de no acabar. Hubo un momento de rechazo. Estaba agotada de Catherine M.”, afirma sobre el personaje que insiste en separar de sí misma.
–Haces otra distinción: dices que tu cuerpo y tu persona son dos cosas diferentes.


–Me parece que uno se identifica con su cuerpo cuando este sufre. Allí uno está por completo en el cuerpo. Con el placer uno sale de su cuerpo y es mucho más difícil definir la relación que tiene con él. Y el resto del tiempo ese cuerpo es una imagen. En este momento tú eres una imagen para mí, mucho más que un cuerpo. Y mi imagen te pertenece mucho más a ti que a mí. Eres tú el que puede ver ciertos detalles de mi persona y lo mismo yo contigo. Por lo tanto no hay ninguna razón para sentirse identificado con este cuerpo-imagen. Identificar a la persona con su representación es una creencia bastante primitiva.

–Primitiva, pero moderna también…


–Sí. Hoy vivimos en un período tan narcisista que pareciera que uno se relaciona más con la imagen de la gente que con la gente. Pero no hay ninguna razón para pensar que este cuerpo es uno.

–Te han fotografiado y esas fotos, dices, son un afrodisíaco. 


–Y también me blindaron contra el narcisismo. Yo soy, como muchas mujeres, bastante narcisista. A veces me gusta como salgo en las fotos y otras veces no tanto, pero al ver tantas veces mi imagen reproducida, llegó un día en que decidí que me daría lo mismo.

Millet ha dicho más de una vez que, como crítica de arte, ejerce su oficio con sus ojos, pero que también los ojos son un órgano sexual, y uno muy poderoso. Del mismo modo en que la literatura, para ella, es tan visual como las posturas acrobáticas que surgen en las partusas y que producen un singular efecto plástico, tanto o más placentero que el contacto entre los cuerpos.


Pero si bien las imágenes son fundamentales en su trabajo de crítica de arte y de escritora –y en sus goces de libertina y de celosa–, es difícil saber a ciencia cierta qué es lo que Millet quiere ver con ese ojo siempre consciente y sin embargo, por momentos, ávido de ceguera; como cuando revela su anhelo de ser “penetrada por las sombras”, o su “placer de ser engullida por una capa de carne indistinta”. Quizás, al final, no se trata de ver algo, sino de conquistar con la propia mirada ese estado que describe en La vida sexual en referencia al orgasmo clitoriano: “no hay gatillo, no hay relámpago, sino la instalación lenta de una molicie de sensación pura”.