miércoles, 4 de enero de 2017

John Berger / “El silencio no miente”


John Berger

John Berger: “El silencio no miente”

El pintor y escritor británico cumple 90 años y publica en España Rondó para Beverly, un sentido homenaje a su esposa fallecida


Juan Cruz
9 de noviembre de 2016


Impone el silencio de John Berger. Como si la edad, el tiempo, las palabras se detuvieran en su pelo revuelto, en la experiencia física de los dolores, en sus ojos azules y vivos, inquisitivos y adolescentes, para ser solo pensamiento y mirada.
Está echado en su chaise longue, en la casa en la que vive, cerca de París, frente a la claraboya abierta al patio, donde escribe o pinta, y no está echado porque quiera reposar de una noche larga, sino porque este atleta de la carretera, que hace nada se cruzaba Europa a bordo de una moto, tiene dolor de espalda, lo vence ese dolor. A veces se levanta, viaja por la casa como un pájaro mudo, y luego vuelve ahí, al lecho y al dolor, y al dolor, también, de las palabras. Ha escrito muchos libros en los que están el dolor, el placer, el descubrimiento, la pasión del arte, y se remite a ellos cuando le hablas de lo que pasa en el mundo, de lo que piensa del fin de la historia que proclamaron antes de tiempo, de la inmigración, de la que también ha escrito, de lo que supone vivir, y de la memoria, de la orfandad que siente y que está detrás de todas sus líneas autobiográficas, en Siempre bienvenidos (Huerga & Fierro), por ejemplo, y que ahora vuelve, en un libro recién editado en Inglaterra y del que él lee unos párrafos, otra vez, sobre esa orfandad.

De todos esos rasgos humanos, rabiosamente humanos y despiertos, destaca este hombre de 90 años, escritor, pintor, ensayista, poeta y huérfano, el silencio que distingue el comienzo de cada una de sus palabras, como si las dijera a cincel. Cada una de sus sílabas, podría decirse, es el brochazo de un autorretrato, y no necesariamente de pluma o de lápiz sino de sangre, como si arañara con su uña de obrero sobre la piel de su vida.
En Siempre bienvenidos, de 1991, escribe Berger sobre la orfandad: “Ahora, la verdad es que no tengo miedo a la oscuridad. Mi padre murió hace 10 años y escribo lo presente un mes después del fallecimiento de mi madre a los 93 años. Quizás sería un buen momento para iniciar una autobiografía. La versión de mi vida no puede alejarse de ambos, ni de mi padre ni de mi madre. Y el libro, cuando lo acabara, sería en consecuencia una especie de familiar. Una autobiografía se inicia cuando uno tiene la sensación de encontrarse solo. Es la resultante de un sentimiento de orfandad”.
Eso que parece escrito, como todo lo suyo, con la facilidad de la música y de la poesía, es el resultado de horas de tachadura y revisión; relee un texto nuevo, en inglés, como si estuviera observando las palabras como piedras, o esculturas, o cuadros en los que vierte el ruido de las flores, su esplendor diverso y también la soledad a la que remiten las flores desnudas. Por eso, porque escribe releyendo y tachando, como Rulfo, Brecht o César Vallejo, sus poetas, se resiste a hablar de lo que ya dijo en sus libros. “Escribo cada página tres o cuatro veces, cambiando palabras para intentar llegar a la precisión de la lógica y el pensamiento que el lector puede agarrar. Porque vivimos en un mundo rodeado de palabras, bla, bla, bla… Si alguien quiere saber qué he dicho de cada cosa, que vaya a los libros”. Que vaya, por ejemplo, al libro que escribió sobre la inmigración, en The Seventh Man, “un libro que quizá es más relevante hoy que cuando lo escribí; si quiere saber qué pienso de la inmigración ahora que lea ese libro, que mire esas fotos [de Jean Mohr]… Y si quiere saber qué pienso de este siglo que comienza y sobre el supuesto fin de la historia que lea el último libro que escribí a partir de Baruch Spinoza [El cuaderno de Bento, Alfaguara]”.
A su auxilio como artista acude la pintura. ¿Acaso hay cosas que no pueden decir las palabras, y que tampoco puede decir ese imponente silencio que precede a lo que dice? Berger, de nuevo en silencio, como si tuviera una mano levantada, un muro de aire a través del que ve viniendo lo que querría decir. Es un hombre orando en medio de un desierto al que de pronto se asoma, otra vez, el verbo, como si lo estuviera pesando en relación, precisamente, con el aire a través del que se ha abierto paso. “Creo que la pintura nos muestra cosas que la escritura no puede. Igualmente, la escritura nos cuenta historias y pensamientos que la pintura no puede”.



La pintura nos muestra cosas que la escritura no puede y la escritura nos cuenta historias y pensamientos que la pintura no puede

Sus libros son él mismo; el que está aquí, reposando el dolor, es sólo la dimensión física de esos libros. “Cuando escribo un libro imagino una obra en construcción, llena de constructores, personas a las que estoy leyendo, de mis amigos. Para cada libro, la obra es diferente. Allí trabajamos tal vez durante años, y luego si en esa zona de obras aparece un edificio ya estoy solo yo en ese edificio, y salgo de él y simplemente me siento como un superviviente”. Esos amigos que lo acompañan pueden ser amigos cercanos o gente que no conoció, “y pueden ser del otro lado del mundo o de hace siglos… Hace poco tuve la increíble oportunidad de bajar a las cuevas prehistóricas de Chauvet, de hace 30.000 años. En los muros hay animales pintados, y también huellas de manos. Cuando contemplé una de esas manos estaba casi a solas. Me sentí como un vecino”. Sus libros, también los de ficción (como G., novela reeditada por Alfaguara ahora), están en efecto llenos de gentes, de amigos reconocibles (como Juan Muñoz, escultor, que aparece con su genio creador, y con su humor imparable), y de golpes de vida, “porque yo no entiendo la ficción como categoría. Si quieres contar una historia no te vas a una categoría llamada ficción. Lo que haces es escuchar a la gente. El contador de historias es ante todo uno que escucha. Y lo que busca son historias que cuentan los demás, normalmente sobre su vida o sobre la vida de sus amigos. Para mí de eso va el contar historias, no la ficción”.
Son golpes de vida. “Cuando estoy escribiendo un libro todo lo que pasa está, de una manera u otra, tocado por mi vida en ese momento. Pero cuando acabo el libro, buah, me olvido, lo borro de mi mente para hacerle sitio a otra historia”.
—¿Cuál es su estado mental cuando empieza a escribir?, John.
Silencio.
Y la respuesta:
—Me vuelvo consciente de que hay algo que necesita ser dicho. Puede ser algo grande sobre el mundo, o algo sobre el aspecto de una flor en un jarro, por alguna razón o por otra. A veces me digo: quizá lo diga otro. Y a veces la respuesta es: no, si no lo dices no será dicha. Y entonces tengo que escribir.








En el libro que aparece ahora en Reino Unido [Confabulations] Berger regresa a su infancia. Lo relee cuando sale la niñez, otra vez, en las preguntas. Esta es la traducción de lo que él lee, el libro aún no ha sido vertido al español por su traductora de siempre, Pilar Vázquez. “Hace poco releí el maravilloso libro de Albert Camus El primer hombre. En él busca en su infancia aquello que le convirtió en lo que es hoy. Y lo hace sin rastro de egocentrismo. Es un libro sobre el mundo en aquel momento, y sobre la historia. Después de leerlo me empecé a preguntar qué me ha convertido a mí en el contador de historias que soy. Y di con una pista, nada comparable a lo que encontró Camus. En cuanto tuve memoria he tenido la sensación de ser una especie de huérfano extraño, porque mis padres me amaban, no había nada patético en mi condición. Algunas circunstancias materiales, sin embargo, hacían posible esta situación e incluso la animaban. Veía poco a mis padres. Cuando estaba en casa me cuidaba una institutriz de Nueva Zelanda mientras mi madre hacía pasteles y caramelos para venderlos en el mercado. Esto era en los años treinta y a mis padres les costaba llegar a fin de mes. Y en las dos habitaciones en las que vivíamos la institutriz y yo había un armario enorme y cuando venía me metía allí. De vez en cuando mi madre subía a vernos y a traernos caramelo recién hecho. Desde pequeño me mandaron a internados, y mis padres me venían a visitar una vez al trimestre y me sacaban por ahí un sábado. A los 16 años me escapé del internado y encontré la manera de vivir de forma independiente, con amigos, en Londres”.
Se hace el silencio. John prosigue:
“En Navidades íbamos a visitar a mis padres y a celebrar, y mi padre me dio mi primera moto. A mis 18 años le pedí que posara para mí y le hice un retrato que tengo aquí. Cuando era niño él había querido ser pintor, pero no le dejaron, y guardaba como recuerdo un cuadro que había hecho sobre un plato de metal como una especie de talismán. Y como huérfano uno aprende a ser autosuficiente, y los trucos de los oficios que eso requiere. Uno se hace freelance,un freelance desde los cuatro o cinco años más o menos. Trataba a los demás como si también fuesen huérfanos como yo, y creo que eso lo sigo haciendo. Propongo una conspiración de huérfanos, rechazamos toda jerarquía, damos por sentada la mierda del mundo e intercambiamos historias sobre cómo, a pesar de todo, sobrevivimos. Somos impertinentes. Más de la mitad de las estrellas del universo son huérfanas, no pertenecen a constelación alguna y arrojan más luz que todas las estrellas de constelación. Sí, somos impertinentes, y yo me acerco a los lectores de la misma manera, como si ellos también fueran huérfanos”.
¿Qué sentimiento tiene releyendo ese párrafo sobre la orfandad? “Creo que pensé en mi madre. Cuando era muy anciana, como a la edad que tengo ahora, me dijo que, cuando estaba embarazada de mí, su primer hijo, sintió que esperaba que ese niño fuera escritor. ‘Y nunca te lo dije para no influir en ti’. ‘¿Y por qué nunca has leído mis libros?’, le pregunté. ‘Porque quería que siguieran siendo tan buenos como yo imaginaba que eran”.
—Igual usted los borra de su mente por la misma razón.
—¡Síííí! ¡Jajajaja!
—A esa edad que usted tiene su madre le dijo a Katia, su hija, su nieta: “Cuando seas muy vieja te darás cuenta de lo difícil que es convencer a los demás de que estás feliz”.
—Estaba contenta, la recuerdo decir eso. La tomé de la mano y me dijo: “¿Me das la mano para consolarme? Es muy agradable, pero puedo vivir sin ello, y así estarás más relajado… De niño, cuando venía a darme las buenas noches, ponía el sonido de su voz bajo la almohada para que estuviera conmigo toda la noche.
—En sus libros están la soledad, la ternura y la fuerza. Parece aquello que decía Ernesto Guerra, hay que endurecerse pero nunca perder la ternura…
—Sí, me acuerdo de esa cita del Che… Qué razón tiene. Eso estaba en mi cabeza. Es un pensamiento hermano… ¿Le cuento una historia? Me convertí en escritor porque quería ser pintor. Estaba en la escuela de arte. Una amiga me llevó a la BBC a que describiera cuadros. El primero que escogí fue uno de Van Dyck, en la National Gallery. Cinco minutos de radio, y así me fui haciendo escritor.
Mira como un pescador; dice con los ojos y con la palabra. “Sí que miro como un pescador, al interior del agua, a ver lo que hay bajo los bancos del lago, a ver si hay un pez o si esas burbujas muerden, ¡jajajaja!”.
El mundo es ahora, dice Berger, una carga de la caballería de los especuladores, las decisiones las toman ellos, los políticos solo hablan. Tal vez pase que una nueva política se abra paso, “seguro que yo no viviré para verlo”.
Berger echado en su chaise longue, el periodista preguntando. Le pregunté cuál es el valor del silencio:
—El silencio no miente.
Luego se levantó para decir adiós, su mano poderosa sobre la puerta, los ojos azules de pescador impecable. El abrazo fue también un beso a un niño huérfano en sus ya tan innumerables años. Hoy cumple los 90.
Alfaguara acaba de editar Rondó para Beverly (con su hijo Yves, sobre su esposa fallecida en 2013), El cuaderno de Bento, Con la esperanza entre los dientes, G. y Una vez en Europa.



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