lunes, 5 de septiembre de 2016

Rafael Narbona / La última borrachera de Edgar Allan Poe


Rafael Narbona
LA ÚLTIMA BORRACHERA
DE EDGAR ALLAN POE

Para Marisa, que vuelve a ser una niña al notar la piel erizada de terror

Desde hace cuatro días, no he dejado de beber. Ya no me queda dinero, pero en las esquinas aún hay almas compasivas que se desprenden de unas monedas, cuando extiendes la mano y desvías la mirada. 

Hay algo incomprensible y particularmente doloroso en la caridad. Sientes vergüenza, gratitud, despecho, rencor. Yo intento no recordar los rostros. Sólo pienso en la siguiente copa. Imagino que mi prometida estará preocupada. Imagino que mis amigos piensan que he vuelto a las andadas. Sé que parezco un mendigo, uno de esos seres desventurados que huyen de sí mismos, intentando borrar su nombre y su pasado, incapaces de sostener la mirada frente a un escaparate, donde se refleja toda su miseria. 


Escribir tal vez me haya servido para que mi nombre perdure, pero nadie sabrá lo que hay detrás de cada página. Nadie lo sabrá porque yo mismo lo desconozco. Nunca he sido un moralista. Nunca he pretendido aleccionar ni señalar un camino. De hecho, soy más feliz cuando ignoro hacia dónde me dirijo. Sólo obedezco a mi capricho y jamás me he molestado en hacer examen de conciencia. Nunca he deseado ser un hombre honesto y, de todas mis pasiones, sólo reconozco grandeza en la soledad.


Las ciudades te hacen invisible. Deambular entre desconocidos te produce un vértigo embriagador. Al principio, pareces insignificante. Nadie se fija en ti. No eres importante. Podrías desplomarte en un callejón y morir, sin que nadie se molestara en comprobar si respiras, pero cuando el alcohol ha borrado todas tus inseguridades, sientes que el mundo sólo existe para ti. Estás en un decorado y todos los que pasan a tu lado son figurantes. Sólo están ahí para que representes tu papel. He cumplido cuarenta años, pero aún no he agotado mi repertorio. Ser un comediante es más fácil cuando eres el hijo de una actriz, que hizo vivir a más de doscientos personajes. Yo soy otro. El otro no es un extraño. El otro es la vida que no pudimos vivir. Si la muerte me quitó a mis padres cuando era un niño, ¿por qué no puedo ser un niño hasta que la muerte se acuerde de mí? Las pérdidas duelen hasta que el corazón deja de latir. No recuerdo el rostro de mis padres, su voz o el sonido de sus pasos. Mentir sólo es una forma de recuperar esa presencia que no conocí. Detrás de cada mentira, están mis padres, gritando para salir de un infierno blanco, cuya forma apenas logro intuir.


Estar borracho es una manera de hacerse notar. Nunca me gustó el anonimato. Yo soy un caballero del Sur y conservo mi dignidad aunque me arrastre por el barro. Sé que mi aspecto es lastimoso. He vomitado mientras caminaba. Ha sido un vómito fluido, sin arcadas. Algunos apartaban la mirada, pero otros me observaban con una mezcla de repugnancia y compasión. Sé que huelo mal. Aunque el alcohol actúa como un anestésico, advierto el hedor. Tengo que esforzarme para no tenderme en un banco y empezar a dormitar. Me siento como un cirujano que se ha reservado las últimas dosis de morfina para espantar el sueño y continuar operando a hombres horriblemente desfigurados. 


Soy el último brote de la aristocracia del Sur, pero me he comportado como un rufián. Puedo presumir de haber sido expulsado de una universidad y una academia militar. Nunca he rehuido las peleas. De estudiante, me enfrenté con adversarios mucho más corpulentos que yo. Las peleas no las gana el más fuerte, sino el que mejor tolera el dolor. Cada victoria me costó pasar semanas con los huesos doloridos y el cuerpo lleno de hematomas. Heredé la obstinación de mi padre adoptivo, un hombre de negocios, que vendía tabaco, licores, grano, té, caballos o esclavos. Me dio su rabia y su tenacidad. También me dio su apellido. Nunca le gustaron mis calaveradas, pero yo pensaba en él, cuando en Richmond remonté el río James, luchando durante ocho kilómetros contra la corriente. También pensaba en Helen. Fue una insensatez enamorarse de la madre de un compañero, pero era una mujer realmente hermosa. Yo tenía catorce años y ella treinta. Nunca me correspondió, pero me inspiró los primeros poemas.


El amor te deja aturdido, confuso. La ternura también hace daño. Yo nunca logré deshacerme del miedo a perder el cariño que te empuja a salir de la cama y empezar un nuevo día, con su carga de incertidumbre y levedad. Aplicada al tiempo, la levedad es una maldición. La levedad de la vida me produce espanto, pues acaso la vida no es nada y nosotros nos engañamos, creyendo que es todo. Todo lo que somos y todo lo que podemos llegar a ser. Mi madrastra fue dulce y paciente, pero ni siquiera pude estar a su lado en su lecho de muerte. Nadie me avisó de que se hallaba gravemente enferma. Sólo puede visitar su tumba y perdí el conocimiento al leer su nombre en una lápida. Casarme con mi prima Virginia me ayudó a continuar. Sólo tenía trece años, pero me aportó serenidad. Cuando tocaba el arpa, me olvidaba de que los minutos arañan tu frente con ferocidad. El tiempo nuca juega a nuestro favor.


Desde que la tuberculosis mató a Virginia, soy una casa en ruinas, que se desmorona poco a poco. Si muriera en este instante, no podría decir que he desperdiciado la vida. Dejo algo detrás de mí. He logrado infundir el miedo en el corazón de los hombres. He alumbrado pesadillas que no se olvidarán con facilidad. He bajado a la turbia penumbra donde claudica la razón. He navegado por los negros canales de la locura. He descubierto que una mente sana jamás comprenderá la naturaleza del tiempo y el espacio. He utilizado la lógica para deshacer la trama de la maldad. No creo en la intuición, sino en el razonamiento científico. Las matemáticas me parecen menos abstractas que la realidad. La materia se deshace, pero el álgebra es un atisbo de la eternidad.



No soy optimista. No creo que la humanidad avance hacia un futuro mejor. No desaparecerán las guerras ni las abominaciones. El ser humano se mantendrá fiel a sus ignominias. Su pasión por lo complejo, le impide apreciar que el misterio es puro ilusionismo. Somos incapaces de resolver los problemas porque desconfiamos de la sencillez. Escarbamos en los cajones, pero ni siquiera inspeccionamos lo que hay sobre la mesa. He pasado la mayor parte de mi vida en una celda, con la sensación de que una guadaña iba a cortarme la cabeza. Ningún hombre debería soportar ese tormento. Es preferible arrojarse a un pozo y sentir que tu cuerpo se rompe al golpearse contra las paredes. 


Esto es el final. No esperes que una mano compasiva te rescate. Estás perdido y lo sabes. En tu alma, sólo hay desdén y deseos de venganza. Baltimore es una ciudad tumultuosa, donde no hay paz ni silencio. Alzas la cabeza y el cielo parece agua estancada. Los árboles se han convertido en ancianos abandonados en un parque y los pájaros ya no buscan sus ramas. Ya no aprecias belleza en el mundo. En cierto modo, estás desnudo. La ropa que llevas no te pertenece y te han entregado una papeleta para que votes a unos políticos sin escrúpulos. Cada hombre tiene su momento y el mío ha pasado. Ya sólo me queda esperar a que la corriente me escupa en cualquier orilla. Puedo anticipar mi último gesto. Hurgaré en mis bolsillos, buscando los nueve dólares que me pagaron por El Cuervo. Nueve dólares pueden pagar muchas copas y ya sólo conservo un temor: despertar y descubrir que he recuperado la sobriedad.




 



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