sábado, 24 de septiembre de 2016

Octavio Escobar / El vuelo del mamarracho

Ilustración de Triunfo Arciniegas
Octavio Escobar
EL VUELO DEL MAMARRACHO


El tío Pipo superó la crisis y volvió al taller y a los televisores dañados. Un día encontró en el periódico el anuncio de una carrera de carros de balineras que se realizaría dos meses después y, emocionado, me escogió como su copiloto.

La construcción de un carro de balineras es sencilla: un armazón rectangular de madera o metal, un eje anterior que sirva de dirección, cuatro balineras y poco más. Para él las cosas no podían ser tan simples: seleccionar el tipo y el tamaño de las balineras fue un proceso delicadísimo, así como encontrar la madera adecuada para darle la forma más aerodinámica posible. Además, el tío Pipo quería espejo retrovisor, caja de herramientas y pito. Correríamos entre dos barrios unidos por una cuesta de casi tres kilómetros de larga, pero, en cada uno de ellos, había un recorrido más o menos plano en el que uno de los dos gastaría zapatos y energías empujando el carro. Una cosa que no les falta a los adolescentes es energía; tampoco a los maníacos: el tío Pipo y yo éramos el equipo perfecto.

Entre un televisor dañado y otro, el tío Pipo consultó libros sobre automóviles e hizo cientos de dibujos para llegar al mejor diseño. Los trazaba con lápices de muchos colores, a los que afilaba la punta una y otra vez, para que las líneas le salieran delgadas y muy precisas. También me midió y me pidió que lo midiera, para que las dimensiones del carro fueran las adecuadas para nuestros cuerpos. Con el producto final, nueve hojas grandes en las que también hizo anotaciones con su letra muy redonda, fue a la ferretería y donde el carpintero, y no descansó hasta que le proporcionaron exactamente lo que quería. Consciente de nuestro esfuerzo, mi padre se encargó de inscribirnos en la carrera. Ocho días antes, un sábado en la mañana, pintamos las piezas de rojo, azul, verde, amarillo y naranja, y las ensamblamos casi de noche, muy emocionados. El domingo, muy temprano, hicimos un descenso de prueba y quedamos tan satisfechos que nos felicitamos como si ya hubiéramos ganado. Yo sentía que la velocidad quería arrancarme el timón de las manos mientras el tío Pipo gritaba de emoción.

De regreso a casa de los abuelos, sembró en mi cabeza la imagen de nuestro carro vencedor, deteniéndose gracias a una sábana blanca recortada y atada como recomiendan los manuales de paracaidismo.

Durante la semana, revisamos una y otra vez la ruta de la carrera, en un mapa que el tío Pipo llenó de indicaciones con sus lápices de colores. Ansioso, yo memorizaba sus instrucciones y sus advertencias, incluso fui en secreto a recorrer las calles por las que correríamos, y me di cuenta de que el tío Pipo había hecho lo mismo, porque en su mapa no faltaba ningún detalle, ni las rejillas de alcantarillado, ni un andén más alto que los otros. La víspera de la carrera me acosté temprano pero dormí mal, y mi mamá no tuvo que despertarme para que bajara a desayunar. Jimena me regaló unas gafas de alpinista para que el viento no me llenara los ojos de polvo y mi padre aplazó la supervisión de una obra para llevarnos al lugar de partida. Recogimos el carro y al tío Pipo y fuimos de los primeros en reclamar nuestro número a los organizadores. Nos correspondió el siete, pero el tío Pipo exigió que nos dieran el once, su número de la suerte y, según declaró, “El número adecuado para un par de superhéroes”. Yo me esforcé en no notar que nos miraban con extrañeza y como burlándose. A medida que llegaban nuestros competidores, que parecían conocerse entre ellos, yo sentí que el tío Pipo y yo estábamos solos, luchando contra el mundo. Sus carros eran más sencillos y el tío Pipo me sonrió muy seguro, sintiéndose superior. Mi padre nos deseó buena suerte:

—Tengan cuidado, por favor. Recuerden el freno. —Palmoteó nuestras espaldas—. Los espero en la meta.

Y la carrera comenzó en un momento en que el público, que era mucho, dejó de gritar; una modelo en patines agitó la bandera a cuadros.

La verdad es que nunca estuvimos ni cerca de los líderes. En el momento del arranque yo conducía; el tío Pipo empujó con todas sus fuerzas en la parte llana de la avenida que baja de Chipre al Palacio de Bellas Artes, pero, al llegar a la cuesta, ya estábamos rezagados. Después sufrimos mucho en las curvas, porque la cola del carro, muy pesada por la caja de herramientas, jalaba hacia los lados. En el último tramo, ya en el barrio La Francia, me reventé tratando de conservar el impulso que traíamos del descenso, pero de todos modos llegamos a la meta en puestos intermedios y, además, nos chocamos contra un andén cuando el paracaídas nos cayó encima por culpa del viento. Mi padre se acercó, muy preocupado, preguntándonos si estábamos bien. Después nos abrazó como si nos acabara de rescatar de un naufragio.

No obstante, fuimos ganadores: la emisora juvenil que oía mi hermana tenía un pequeño trofeo para el carro más original, y por un día, por un único día, mi nombre y el del tío Pipo fueron tan mencionados en la radio como los de Shakira, Madonna o Celine Dion, la cantante preferida de Jimena desde que vio Titanic (le encanta Leonardo DiCaprio). Lo único malo fue que, de comentario en comentario y de risa en risa, los locutores terminaron llamando a un esfuerzo tan heroico como el nuestro, ”El vuelo del mamarracho”. En la única entrevista que nos hicieron, el tío Pipo afirmó que habíamos aprendido de nuestros errores y estaríamos listos para ganar la próxima competencia. Yo todavía guardo el trofeo, una pirámide de plástico con una balinera grabada en cada uno de sus lados.

Octavio Escobar
El mapa de Sara
Bogotá, Panemericana Editorial, 2016






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