domingo, 28 de agosto de 2016

Philip Roth / Las pantallas nos han derrotado

Philip Roth
Philip Roth

"Las pantallas nos han derrotado"


Philip Roth es el escritor que encarna como nadie la rabia y el inconformismo de América. Con su nueva novela, Sale el espectro, desmenuza sus fantasmas en plena era de Bush

Las herramientas de la escritura varían según los casos. El lenguaje es la caja de utensilios común de la que todos sacan lo necesario. Pero siempre hay algo que diferencia a unos de otros. En el caso de Philip Roth es la rabia. Puede que ése sea el elemento más idóneo para definir la obra de uno de los escritores vivos que más han marcado en las últimas tres décadas a sus contemporáneos. Pero no se trata de una rabia estéril, de una rabia ciega. Es una rabia que aporta, que construye, que nos ayuda a vivir; una rabia que nos afloja los nudos que llevamos atados al cuello.
En las novelas y en los libros de Roth no hay mucha esperanza: No quiero que la tengan, comenta él mismo, sentado en una estrecha sala de reuniones de la agencia Wylie, la del hombre conocido como El Chacal, que maneja su carrera literaria desde un despacho de la calle 57, en Manhattan. Es un lugar frío donde ni el hecho de que la calefacción funcione a tope consigue despegar el hielo de las paredes.
Tan sólo Roth, a solas, con su voz un tanto rota por el paso de los años va camino de los 75, lo logra. Pero sin dejar que nadie se desvíe de lo fundamental. Cuando observa el más mínimo síntoma de ablandamiento y en la conversación se le sugieren ciertas señales de esperanza en sus últimas obras, Roth se muestra implacable. El escritor despiadado, contundente, genial, reacciona a las debilidades ajenas y no nos deja a mano ningún ancla que pueda salvarnos del naufragio. En mis libros, no, desde luego.
Pero hay lectores que dentro de esa misma desesperación pueden encontrar un vitalismo, una voz que se niega a rendirse. Eso es lo que ocurre al leer Sale el espectro (Mondadori), la nueva novela publicada en España, en la que Roth saca a pasear otra vez a Nathan Zuckerman, uno de sus álter ego más importantes, como también lo han sido el profesor David Kepesh y el famoso protagonista de la desternillante El lamento de Portnoy. En su nueva obra, Roth persigue al fantasma de un escritor muerto al que alguien quiere dedicar una biografía descubriendo aspectos escabrosos de su existencia. Si se tratara de Roth, esto no sería necesario. El autor de Pastoral americana y El animal moribundo que Isabel Coixet acaba de adaptar al cine en Elegy, junto a Ben Kingsley y Penélope Cruz ha compartido con sus lectores, paso a paso, su vida. Su propia experiencia ha servido de catalizador para observar el mundo, un lugar que Roth analiza con inconformismo y rebeldía, con humor histriónico y piedad por la especie. De su infancia en Weequahic (barrio de la peligrosa Newark, en Nueva Jersey) a su vejez a medio camino entre su casa de campo en Connecticut y Nueva York, este autor fundamental, eterno candidato al Premio Nobel, no ha dejado indiferente a nadie. Ni a sus compadres de la comunidad judía, que han montado en cólera más de una vez por la descarnada visión que muestra sobre su propio mundo, ni a los cristianos, que tienen que soportar en los libros de este escritor desde la blasfemia hasta el vapuleo constante de una carga alejada de la moralidad y las costumbres decentes de los más retrógrados.
Pero es que a Roth no le interesan los guardianes de las esencias, sino todas aquellas criaturas que se mueven entre el dolor y la contradicción, entre el fracaso y las cunetas a las que muchos han sido arrojados después de no haber logrado conciliar sus vidas con el sueño americano. Ahora, él resiste por el mundo con la aureola de ser un clásico en activo: uno de los escasísimos autores que han logrado ser publicados en vida por la colección Library of America, consagrada a esos indiscutibles que suelen estar muertos.
Pero lo hace sin resignarse a nada, conservando esa rabia tan sana, esa ambición para provocar y ser testigo de su tiempo. Porque las novelas de Roth, a no ser que haga política ficción como en La conjura contra América, juegan en el campo de la realidad, y si Me casé con un comunista fue la novela de la era de McCarthy y La mancha humana fue la obra maestra de la era de Clinton, Sale el espectro aparece con la ambición de convertirse en el mismo fresco de la intrahistoria para estos tiempos de infierno en la tierra que ha dejado la era de Bush, el peor presidente que hemos tenido nunca en nuestro país, comenta Roth.
No es usted un escritor que deje indiferente. Un código Roth circula por el mundo. Llevar un libro suyo es todo un señuelo. El otro día, en un avión, un señor me felicitó porque iba leyendo Sale el espectro. Al volar a Nueva York, la señora que iba sentada a mi lado lo iba disfrutando también
¿De verdad?
Así es. Y justo antes de llegar aquí, una artista australiana, al ver que yo tenía un libro suyo, me dijo que al venir a Estados Unidos lo primero que hizo fue comprar El lamento de Portnoy, ya que en su país estuvo prohibido por pornográfico. ¿Qué les da? Tiene una fuerza sobrenatural con sus lectores. 
No sé. No lo sé. Para empezar, llevo mucho tiempo en esto. Soy un superviviente. Simplemente es que usted parece haber caído en los lugares ideales en el momento preciso.
No es casualidad. No puede ser tanta casualidad. Se nota que usted cuida a sus lectores. Tiene buenos, fieles lectores, y eso que en Sale el espectro se lamenta de que ya no existen. ¿Por qué? 
¿No pasa eso en otras partes? ¿No ocurre en España?
Le diría que todavía quedan por ahí buenos lectores. 
Aquí, en EE UU, no.
¿Dónde están? 
¿Dónde? Mirando las pantallas de sus ordenadores, las pantallas de televisión, de los cines, de los DVD. Distraídos por formatos más divertidos. Las pantallas nos han derrotado.
Ahí está la competencia, la dura competencia. La de las pantallas. ¿Cómo deben combatir contra eso los escritores? 
No lo sé. No me lo planteo seriamente. Sólo le puedo decir lo que ha ocurrido: que han ganado la batalla sobre las páginas.
¿Tampoco confía en el tan alabado Kindle, el libro electrónico que acaba de aparecer en Estados Unidos? 
No lo he visto todavía, sé que anda por ahí, pero dudo que reemplace un artefacto como el libro. La clave no es trasladar libros a pantallas electrónicas. No es eso. No. El problema es que el hábito de la lectura se ha esfumado. Como si para leer necesitáramos una antena y la hubieran cortado. No llega la señal. La concentración, la soledad, la imaginación que requiere el hábito de la lectura. Hemos perdido la guerra. En veinte años, la lectura será un culto.
¿Y los lectores serán una especie de gente rara, de espectros?
No, no, tampoco. Será un hobby minoritario. Unos criarán perros y peces tropicales, otros leerán. Como lo que es hoy leer poesía. Existen poetas, se les publica, pero los lectores de poesía son una minoría. Eso ocurrirá.
¿Los escritores tampoco serán esas voces que cualquier sociedad necesita? ¿Perderán pedigrí? 
Existirán. Pocos se ganarán la vida con ello. Pero no hablo del final de ningún género, como la novela, eso que se habla tanto hoy en día. Hablo de la muerte del lector, algo que en este país ya es un hecho. No sé si en Europa también.
En su nuevo libro vuelve a sacar a su álter ego Nathan Zuckerman de paseo. Llevaba años lejos de todo, solo, en el campo, trabajando. ¿Usted también ha renunciado a muchas cosas? 
Zuckerman está retirado, lleva una vida de reclusión. Leyendo, escribiendo. Ha dejado el mundo por varias razones, se ha ido de Nueva York tras recibir amenazas y le ha cogido gusto a vivir en el campo.
Esas amenazas son fuertes. Hace usted hincapié en ello. ¿Se ha recrudecido el racismo contra los judíos en Estados Unidos estos últimos años? 
No. Es una constante. No nos libramos en este país de sujetos rencorosos y rabiosos. Con una persona que lo haga ya resulta suficientemente desagradable.
Al poco tiempo de regresar a Nueva York, Zuckerman ya quiere largarse. 
No puede soportarlo.
Le amenazan muchas cosas, entre ellas, la belleza. 
Bueno, se rinde ante ella, pero también le asusta. Como el cáncer que padece y el pasado, la nostalgia.
La artista australiana que me encontré hoy me preguntaba si este nuevo libro era tan deprimente como Elegía. Le dije que sí era tan deprimente, pero al tiempo muy vital, porque se le ven a usted tantas ganas de escapar al dolor que provoca una extraña resistencia. 
Vaya.
Como dice usted en el libro, envejecer nos enfrenta a más contradicciones. 
No sé.
Lo dice usted en el libro. 
Bueno, la vitalidad que usted encuentra tiene que ver más con la manera de contar la historia. No con la historia misma, que es oscura y triste. Es la manera de contarlo.
Siempre ocurre con sus personajes, esa fuerza narrativa agarra al lector desde el principio por el estómago. ¿Lo hace a propósito? ¿Ir a las entrañas más que al cerebro, para empezar?
No sé qué parte del cuerpo engancho. Lo que quiero es ser directo y señalar el camino más recto para meterse en el libro. Mis comienzos son rápidos, la clave está en captar la atención para desarrollar profundidad.
Mete usted demasiado de sí mismo. Su propia experiencia. Una tendencia que ha calado en la literatura contemporánea de todas partes. Historias con voces poderosas. 
Bueno, una voz es la que nos distingue a unos de otros. No creo que sea un fenómeno de los últimos años, sino una característica de la literatura en sí. La voz no es una técnica. La voz es lo que marca la diferencia.
Pero la suya ha creado escuela. ¿Le incomoda? 
No sabría decirle hasta qué punto eso es así. No me incomoda porque no me doy cuenta de ello. Si me planteara esas cosas, me sentiría terrible.
No muchos autores pueden presumir de haber sido publicados en vida en la colección Library of America. Usted ahora es el único. Debo conservar ese privilegio. Eso espero. 
Es mi ilusión.
Como autor que refleja el tiempo en el que vive, si La mancha humana fue su libro de la era de Clinton, Sale el espectro es el de la era de Bush. ¿Cómo será el de la América de Obama? 
Quién sabe. No podemos predecir nada. En nuestras vidas podemos programar los próximos cuatro años. En política es un misterio. ¿Quién se habría imaginado hace poco el desastre de Irak?
¿Qué quedará de Bush? 
Mucho daño. Mucho daño. Tan sólo si lo miramos en cifras, ha llevado al país a la bancarrota. Ha destruido en el mundo nuestra reputación moral. Ha matado cientos de miles de iraquíes sin razón. Ha sido un desastre, el peor presidente de nuestra historia.
¿Peor de lo que habría sido Lindbergh, ese presidente ficción que usted describió para La conjura contra América? 
Mucho peor. Lindbergh habría sido mejor que Bush. Ahora que lo pienso, podría haber hecho ese ejercicio con Bush, pero no sería ficción. Siguiendo en ese terreno, no sé qué ocurrirá con Hillary y Obama.
Quizá la respuesta de la gente contra la era de Bush haya provocado esta necesidad tan radical de cambio. La primera vez que un negro y una mujer compiten por la presidencia con posibilidades. 
Esta avalancha de gente que quiere votar en las primarias y de entusiasmo por sus respectivos candidatos es una reacción clara a la era de Bush. La necesidad de hacer algo, de arreglar las cosas.
Eso hace 10 años sí que habría sido política ficción, lo de Obama.
Sí, claro. Fue Bobby Kennedy hace 40 años quien dijo que en 50 tendríamos un presidente negro. Más o menos se acercó. Una de las ventajas de cómo se desarrollan estas primarias es que están despertando ilusión en todo el país hacia los demócratas. Están convenciendo a mucha gente. Pero si Obama gana esta etapa, todavía, para la elección final, debe vencer muchos prejuicios y barreras.
Lo que ocurre es que se está convirtiendo en un auténtico fenómeno de masas. 
Es muy listo, es brillante. Tiene un discurso articulado, posee esa energía contagiosa, joven y poderosa. Es muy esperanzador para la gente. Los demócratas parecen encantados de votar por alguien así. Cuando era niño, recuerdo que elegimos delegado de clase al único niño negro que teníamos y todos nos sentimos tan bien con nuestras conciencias...
Su infancia en Newark, Nueva Jersey. Ese territorio mítico. 
Sí. ¿Lo conoce?
No, pero me gustaría. 
Pues tenga cuidado.
¿En serio? ¿Va mucho? 
No, no voy a menudo. Me doy una vuelta de vez en cuando, sobre todo si voy a escribir algo en lo que aparece el barrio. Voy a ver a viejos amigos, pero hay que andar con cuidado por ahí, hay traficantes, droga.
¿Es más un escenario de Los Soprano que de las novelas de Philip Roth? 
Los Soprano parece un cuento para niños pequeños comparado con lo que hay. Es trágico, persecuciones con disparos, secuestros, robos de coches hasta con los niños dentro son el pan nuestro de cada día. Así que, le digo: no vaya.
¿Dónde vive ahora? 
En mi casa de Connecticut, aunque los inviernos los paso aquí, en Nueva York, porque no puedo soportar el frío, me hago viejo, me afecta.
A vueltas con la vejez, es su obsesión de las últimas novelas y memorias. ¿No lo lleva bien? 
Escribo sobre ello. Lo exorcizo. Me viene bien hacerlo. Hacerse viejo es un cambio bastante duro en la vida, no hay nada comparable. Ni te lo imaginas. Ni a los treinta, ni a los cuarenta, ni a los cincuenta. ¿Y qué es lo que no se te puede pasar por la cabeza? Que el tiempo se acaba, que ya no sabes cuántos años te quedan, si cinco, si seis. Sabes que ya no van a ser más de 20. Has llegado al fondo. Y luego están las pérdidas. Un amigo mío murió ayer. Primero has perdido a tus abuelos; después, a tus padres. Ahora pierdes a los amigos. Es duro, es fuerte. Aparte de todo eso, cuando el tiempo se acaba, vas perdiendo las facultades. La memoria, me aterra perder la memoria.
Aun así, en Sale el espectro le encuentra ventajas. 
¿Ventajas? No, en mi libro no le saco ninguna ventaja a la vejez.
Bueno, cuando se refiere a que las últimas grandes respuestas esperan al final. 
Ya, pero eso no es una ventaja. Es la vida. No se haga ilusiones con eso.
¿Por qué no? 
Porque no quiero que tenga ninguna esperanza.
Vale, no. Lo intentaré, pero no leyéndole, entonces. Quizá no haya esperanza en esa manera de ver la vejez, pero le da usted un sentido. 
Eso sí. Pero porque no nos queda más remedio. Es el destino irrenunciable para todos nosotros, excepto para quienes no lo alcanzan. Después nos llega el hecho de la muerte. Tienes que hacerte a esa idea. A los treinta me planteaba mucho la muerte hasta que un día me dije: ¡Olvídate! ¡Preocúpate cuando tengas 75!. Creí que nunca llegaría. Bueno pues he llegado.
Uno de sus personajes quería estar limpio para cuando se le presentara la muerte. 
Qué extraño, ¿no?
Y el sexo, ¿dónde le queda el sexo a Philip Roth en la vejez, ese motor de toda su literatura? 
Bueno, para mucha gente, el sexo pierde interés, para otros es tan interesante como siempre y algunos aceptan que están fuera de juego
¿Y usted? 
¿Yo? Ja Yo soy de los que todavía le encuentran interés.
¿No se pasan los impulsos? 
No tienen por qué.
¿Vienen más o menos? ¿En qué lugar de sus prioridades quedan ahora los impulsos sexuales? ¿Le hacen sentirse más vivo que otras cosas? 
Bueno, se van adecuando a la edad. He escrito sobre esto en El animal moribundo, en Elegía y en este libro último. Creo que queda todo claro.
¿Cómo cuadra un escritor tan explícito en lo sexual como usted en un país con dirigentes tan puritanos? 
Este país es muy grande y tiene muchas caras. La puritana es una, pero si te fijas en cómo las chicas visten en verano, no lo definiríamos así. Los chicos acceden al sexo a los 14 o 15 años y la libertad es enorme. El puritanismo es un espejismo en Estados Unidos. Este país es tan hedonista como cualquiera en el mundo.
¿Más que en su juventud? 
Desde luego. El gran cambio se produjo en los sesenta. El nivel de frustración en ese aspecto era altísimo, y el acceso al sexo, muy reducido. No había leyes del aborto, había que casarse o tener hijos y afrontar la vida. Se las arreglaban para dominar nuestra sexualidad en todos los aspectos, y eso ya no ocurre, se acabó. Completamente. Son dos países diferentes: el de entonces y el de ahora. Y todo ese cambio se produjo en los sesenta. Fue una revolución social y auténtica de la que vemos hoy los resultados.
Sí, pero toda esa libertad, ¿no está de alguna manera amenazada ahora? Uno de sus personajes dice en su nuevo libro, ni más ni menos: Abortemos mientras podamos. Provoca. Le gusta provocar. Tiene una manera de ver la vida radical. ¿Se definiría así? 
¿En qué sentido?
Como alguien que lleva a sus criaturas al límite. Hasta Zuckerman sueña con tener un incesto, en fin. Parece usted haber alcanzado un grado libérrimo de expresión. Sin miedo. 
¿Soy un radical?
No pasa nada. Es difícil encontrar cosas similares. 
Yo no tengo esa sensación. No es que sea yo. Es que los temas que elijo conducen a esa lógica. No me planteo cuando escribo si es radical, no deseo provocar a nadie. Me enfrento a los problemas que surgen en la escritura. No me planteo lo que les pueda o no gustar a los lectores, si se van a escandalizar o no.
Si el sexo define el comportamiento humano, un país puede quedar definido por los deportes. Usted retrata Estados Unidos a través del deporte también. 
Me interesa el deporte, como aficionado. Cuando era niño me gustaba mucho más. Jugaba constantemente al béisbol. En Pastoral americana hay un héroe deportivo. En Una novela americana hablo de béisbol, pero los deportes no dominan mi vida. Tampoco creo que podamos definir un país por medio del deporte.
Hay otros asuntos en su escritura que no desaparecen. El judaísmo. Tuvo sus más y sus menos con los miembros de su comunidad cuando escribió Adiós, Columbus. No sentaron bien sus planteamientos. ¿Qué representa ser judío en Estados Unidos hoy? 
No me preocupa. Es como ser diestro o zurdo. Yo soy zurdo y de izquierdas. Judío, ciudadano, amigo de mis amigos, es tan sólo un aspecto de la vida.
Pero que influye mucho. 
Hace tiempo sí, pero ahora me preocupa más cómo ser americano que judío. Pasa como en España, me imagino. No afecta tanto. Mi familia lleva aquí más de 100 años, así que ya es hora de que nos sintamos más parte de este país que otra cosa. Ser de este país implica conocerlo a fondo. Aquí crecí, conozco sus defectos mejor que los de fuera. Siempre sabes odiar mejor tu propio país que otros. Así que cuando los antiamericanos empiezan con sus cuentos, me gusta mandarles callar. Odian mi país de forma estúpida, nosotros sabemos odiarlo de una manera más inteligente. Tu propio país te puede volver loco, como tu familia, como tu mujer, pero lo quieres y lo odias al tiempo.



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