sábado, 23 de julio de 2016

Un año en Nueva York / Memorias de un estudiante





Esteban Illades

Un año en Nueva York

Memorias de un estudiante


Nexos en línea
MAYO 24, 2012


Llegué con dos maletas dos días después de mi cumpleaños. Se me ocurrió que era buena idea aterrizar en Nueva York un día antes de empezar clases. Corrí por toda la ciudad para conseguir desde sábanas hasta una cuenta de banco. Y un ventilador, porque era primero de agosto y estábamos a 40 grados. El ventilador no sirvió de mucho, en retrospectiva.
Vine a la ciudad con el propósito de convertirme en periodista. Hasta la fecha sigo sin saber cuándo se vuelve uno tal. Ya había publicado cosas en México, e incluso había trabajado para varios medios. Pero como nunca estudié periodismo, me sentía ajeno. Era como si estuviera interpretando un papel. Un año después tengo título, y sigo sin saber si ya lo soy.
No tardé en hacer amigos. El programa de Columbia University es tan intenso que uno termina por convivir a todas horas con un pequeño grupo de personas. Algunas se volvieron indispensables.
Tan sólo en el primer mes me tocó un temblor y un huracán. Como película de Hollywood, todos los desastres naturales ocurrieron casi uno tras otro. Ninguno fue tan espectacular como en una producción de Jerry Bruckheimer, pero igual hubo pánico colectivo. El temblor me tocó en un séptimo piso. Pocos de mis compañeros habían experimentado uno antes. Sin embargo la reacción fue casi universal: sacar el celular y ver qué ocurría. En segundos sabíamos el epicentro y la magnitud.
El huracán se degradó a tormenta cuando tocó Manhattan. Pero cerraron el metro por primera vez desde que lo abrieron hace más de un siglo. No había nadie en la calle el domingo en la mañana. Sólo un rastro de hojas y ramas. Y un silencio espectacular.
El décimo aniversario del 11 de septiembre lo pasé en una iglesia de Hell’s Kitchen, viendo llorar a los bomberos por sus compañeros caídos.
En octubre conocí a una china. Aprendí que el sentido del humor no es universal.
Viví la nevada de Halloween. Nunca había ocurrido que cayera nieve tan temprano en el año. Central Park estaba blanco, pero a diferencia del invierno, no se podía pasar. Las ramas todavía tenían hojas, y había riesgo de accidentes. El parque todavía no estaba preparado.
Nunca más volví a ver el parque de ese color. Sólo nevó un par de veces más pero sin tanta intensidad. Compré calzones térmicos que nunca usé.
Mi trabajo en la maestría me llevó al Brooklyn no turístico. Conocí Sunset Park, el barrio donde radica la comunidad mexicana más grande de la ciudad. La mayoría son poblanos. Conocí a la señora Adriana, que trabaja en una panadería los siete días de la semana desde que sale el sol hasta que se pone. Me contó que se vino a Estados Unidos y dejó a su familia en México. Diez años después, les sigue mandando dinero. Sus dos hijos fueron a la universidad. Ella nunca ha regresado, aunque tampoco se fue. Sunset Park es México.
Allá vendían Gansitos. A veces, cuando no quería trabajar –el viaje era de dos horas y media ida y vuelta– me prometía un Gansito como recompensa.
En enero no nevaba, sólo hacía frío. La temperatura la medía por el estado del charco en la calle. Congelado, con hielo o líquido.
Una noche estuve en un estudio de grabación en el quinto piso de una escuela primaria. El dueño aseguraba que estaba encantada. Se oían ruidos todo el tiempo. El estudio sólo tenía permiso para funcionar los fines de semana después de las cinco. Eran las dos de la mañana, todo estaba oscuro y sólo estábamos el dueño, la banda y yo. Y los espíritus del edificio que fue construido en 1860, cuando los “Gangs of New York” estaban en pleno auge.
Esperar el metro en la 161 a las 4 de la mañana es un reto a los nervios. A lo lejos se escuchan tiros, en la estación hay poca gente y los focos fallan. El próximo tren siempre está anunciado para dentro de 25 minutos. Dado que el metro en Nueva York es peculiar, quién sabe si uno terminará en el destino correcto. Más de una vez acabé del otro lado de la ciudad por no descifrar los gruñidos por el altavoz del vagón.
Un día llegué a Brighton Beach, al extremo sur de la ciudad. “La pequeña Odessa” es un barrio donde todos los letreros están en cirílico, los coches son soviéticos y en los bares venden vodka sin etiqueta. Las señoras usan mink y los hombres andan en camiseta sin mangas. “Venti Chai Latte” se dice igual en ruso, por cierto.
Me tocó ver a un señor de dos metros vestido de Carmen Miranda –mangos, peras y melones cuidadosamente balanceados– en la línea 1 del metro. También una rata partida en dos por un tren. Alguien se cortó las uñas (de los pies) frente a mí. Dos chavitos se agarraron a golpes. Una mujer padecía una enfermedad que la hacía parecer árbol.
Entendí ese espectacular que dice que Nueva York tiene seis equipos profesionales y los Mets. Todo el partido lo iban ganando cómodamente, hasta que en la novena entrada perdieron de forma espectacular. Sólo yo me impresioné. El resto del estadio lo aceptó como un hecho de la vida.
Fui a varios lugares escondidos, incluyendo un bar donde sólo servían tragos en tazas de té porque había sido abierto durante la época de la prohibición. Tuve mi primer gran shock de edad ahí mismo, porque sólo admitían a mayores de 25. Me sentí “viejo”.
La ciudad me golpeó. Pero me levanté. La peor entrevista que hice fue la mejor. Mi entrevistada me regañó por hacer pésimas preguntas. Al final me explicó su enojo: fue reportera del New York Times por más de dos décadas. Me dio una clase que nunca olvidaré.
Confirmé lo segmentado que es el mundo. Incluso las cuadras de un barrio. En Harlem los dominicanos viven junto a los haitianos, pero cada uno de su lado de la calle, como en su isla. Los latinos en Brooklyn sólo hablan inglés cuando tienen que negociar con los chinos. Los chinos no necesariamente hablan mandarín, porque vienen de una provincia llamada Fu Shen.
Un día escuché a un par de jóvenes cambiar de perfecto inglés a una lengua prehispánica. Nunca pasaron por el español.
A pesar de ser mexicano, siempre me sentí ajeno a mis compatriotas. Soy del DF, lugar que muchos nunca pisaron antes de cruzar. Emigramos de dos países diferentes. Si algún día regresamos, será a dos Méxicos.
Me voy de esta ciudad con el mismo número de maletas con el que llegué. Pero con distinto equipaje.
 Esteban Illades, Periodista mexicano en Estados Unidos.

NEXOS


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