jueves, 24 de abril de 2014

García Márquez / Treinta años del Nobel

Gabriel García Márquez, 1982
Gabriel García Márquez
BIOGRAFÍA

Y Estocolmo volteó sus ojos al Caribe


Por: JUAN GOSSAÍN
El Tiempo, 10 de Octubre del 2012

Juan Gossaín analiza lo que dejó para el país el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura para Gabo.

¿Para qué sirvió el Premio Nobel? Sirvió para todo: para que el tambor de la cumbiamba se tomara las calles heladas de Estocolmo en aquel diciembre, para que Macondo llegara hasta los arrozales de China, para que los compositores peruanos sacaran canciones nuevas, para que en Panamá abrieran un restaurante de pescado que se llamaba "Mariposas Amarillas", para que a los muchachos nacidos en esa época les clavaran el nombre de Aureliano, aunque, viéndolo bien, hubiera sido peor que les pusieran Gerineldo.

Pero el Nobel sirvió, sobre todo, para quitarles el complejo de inferioridad a los escritores colombianos. Hasta ese momento ninguno se atrevía a publicar sus obras en el exterior porque, agobiados por el sentido del pudor, les parecía que esos honores estaban reservados a unos sabios españoles y, si acaso, a algún poeta chileno.

Extremistas, como siempre hemos sido, en medio del estropicio jubiloso que produjo la noticia, los colombianos nos pasamos de un brinco para el otro costado: todo el mundo comenzó a pensar que su primo novelista era un genio, o que ese vecino suyo tan inteligente también se merecía el Nobel. Entonces se sentaron a esperar que los editores internacionales llegaran a descubrirlos y enlazarlos con sus contratos.

Hay algo de espíritu deportivo en esa actitud, como en todas nuestras grandes alegrías, que no son muchas. Nadie podía haberlo dicho mejor que aquella mujer callejera. Nadie: ni la prensa, ni los académicos, ni los propios escritores. El día de la noticia, que fue un amanecer de octubre, salí para el centro de Bogotá, grabadora en mano, porque quería entrevistar a la gente. En la Avenida Jiménez detuve a una nochera pintarrajeada, con el colorete marchito y un traje desflecado de lentejuelas. Se notaba a leguas que el día la había sorprendido donde no debía estar.

-¿Ya sabe usted que un escritor colombiano ganó hoy el Premio Nobel de Literatura?--, le pregunté, a quemarropa.

-Sí -contestó ella, revoleando en el aire su cartera brillante-. Me lo acaba de decir el último cliente.

--¿Y qué piensa usted de García Márquez?

Masticó con paciencia el chicle, alisó las lentejuelas y, antes de reiniciar la marcha, me dijo:

-Que es el Pambelé de la literatura.

Entonces pensé que aquella cortesana anónima había aprendido psicología en las camas ajenas. Ella no lo sabía, pero diez años atrás había ocurrido exactamente lo mismo con el campeonato mundial de boxeo que ganó Kid Pambelé. Antes de su victoria abundaban en Colombia los grandes boxeadores caseros. Pensaban ellos, como los novelistas, que el campeonato mundial era cosa inalcanzable a la que solo podían aspirar gringos y venezolanos. Pero a partir del triunfo de Pambelé, lo primero que hacía cualquier mascapepas que ganara un combate de pacotilla, era gritar a los cuatro vientos, sin haberse bajado del cuadrilátero, con voz de trueno y los guantes en alto:

-Que me traigan al campeón mundial.

Lo que quiero decir es que García Márquez y Pambelé nos enseñaron que nosotros también podíamos ganar. Si pudiera ver de nuevo a aquella mariposa nocturna con su traje brillante y el pelo teñido de tres colores diferentes, le pediría permiso para parodiar la frase: Pambelé fue el García Márquez del boxeo. ¿Qué habrá sido de ella?

Esa misma mañana, desde la cabina de radio, entrevisté a Luisa Santiaga, la madre de Gabo, que vivía en Cartagena y era el narrador más fascinante que ha producido esa familia. Tuvo que recibir mi llamada en la casa de una vecina. Le pedí que me dijera para qué sirve el Premio Nobel.

-Ojalá sirviera -contestó, sin inmutarse- para que me arreglen el bendito teléfono.

Muchos años después se me presentó la ocasión de hacerle la famosa pregunta al protagonista verdadero de esta historia. Estábamos en una terraza de Cartagena, frente al mar, y, como si fuera al desgaire, le pedí que me contara para qué le había servido el Premio Nobel. Yo esperaba que saliera del paso con uno de esos lugares comunes que son tan útiles ante un periodista impertinente: sirvió para ver mi nombre escrito en chino, o para salir de la pobreza, o para conocer el mundo. En vez de eso, se quedó un rato en silencio. Luego me puso una mano en el hombro.

-Sirvió -me dijo- para que mis amigos me quieran más.

Epílogo

Todavía recuerdo la brumas lechosas de Estocolmo, que parecían motas de algodón regadas por la calle, y las gaviotas de pluma gruesa volando entre los edificios, cerca de la playa, mientras Rafael Escalona acompañaba con los pies las canciones que cantaban los vallenatos. "No toco las palmas porque esté contento", aclaró Escalona. "Es para no congelarme". Alfonso Fuenmayor, entre tanto, con una bufanda de lana que había sido de su abuelo, rastreaba en los museos el origen de los navegantes vikingos.

Han pasado treinta años. La embajadora de Suecia en Bogotá, María Anderson, está organizando para el próximo mes de noviembre un homenaje a García Márquez en Cartagena. Se trata de rememorar la epopeya del premio con todos sus cuentos y anécdotas.

Como decía Úrsula Iguarán cada vez que veía pasar a los hombres en sus caballos, rumbo a la guerra civil, me parece que esta también es la historia que se repite y empieza a dar vueltas en redondo, pero en esta ocasión está girando al revés: hace treinta años la cadera sudorosa de una bailarina de bullerengue se apoderó de las esquinas frías de Suecia. Ahora son ellos, los nórdicos, quienes vienen para acá, perseguidos por el frío del Polo Norte, a buscar el calor en las tierras del Caribe. De manera, pues, que quedamos en paz.






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