jueves, 24 de octubre de 2013

Alice Munro / Lo que se recuerda


Alice Munro

En una habitación de hotel de Vancouver, la joven Meriel se está poniendo los cortos guantes de verano. Lleva un vestido de lino beige y un fino pañuelo blanco en el pelo. Pelo oscuro, en aquel entonces. Sonríe porque acaba de recordar algo que ha dicho la reina Sirikit de Tailandia, o que en una revista se dice que ha dicho. Es una cita dentro de otra: algo que, según la reina Sirikit, Balmain había dicho.
«Balmain me lo enseñó todo. “Ponte siempre guantes blancos” decía. “Es lo mejor.”»
Es lo mejor. ¿Por qué sonríe al recordarlo? Qué consejo tan suavemente susurrado; qué sabiduría absurda y categórica. Enguantadas, sus manos tienen un aire formal, pero tierno como las patas de un gatito.
Pierre le pregunta por qué sonríe y ella le contesta:
─Por nada.
Luego le cuenta. Él dice:
─¿Quién es Balmain?



Se estaban preparando para ir a un funeral. Para asegurarse de estar a tiempo en la ceremonia, habían llegado de su casa de Vancouver Island la noche anterior. Era la primera vez que dormían en un hotel desde la noche de bodas. Ahora cuando salían de vacaciones siempre lo  hacían con los dos niños, y buscaban moteles baratos con comodidades para familias.
Era el segundo funeral al que iban como matrimonio. El padre de Pierre había muerto y había muerto la madre de Meriel, pero ambos antes de que Pierre y Meriel se conocieran. El año anterior había muerto de repente un profesor del instituto de Pierre, y el servicio había sido magnífico, con el coro de muchachos y un texto del siglo XVI, El entierro de los muertos. El hombre tenía más de sesenta años y para Pierre y Meriel la muerte sólo había sido un poco sorpresiva y apenas triste. En su opinión no era muy diferente morir a los sesenta y cinco que a los setenta y cinco o a los ochenta.
El funeral de hoy era otro asunto. Iban a enterrar a Jonas. El mejor amigo de Pierre desde hacía años, y de la misma edad: veintinueve. Pierre y Jonas se habían criado juntos en Vancouver occidental: tenían recuerdos de antes de la construcción del puente de Lion’s Gate, cuando la ciudad parecía un pueblo. Sus padres eran amigos. A los once o doce años habían hecho un bote de remos y lo habían botado en el muelle de Dundarave. En la universidad se habían separado por un tiempo: mientras Jonas estudiaba ingeniería, Pierre se había inscrito en clásicas, y era tradición que los estudiantes de ingeniería y de artes se despreciaran mutuamente. Pero en años siguientes la amistad se había reavivado hasta cierto punto. Jonas, que no estaba casado, iba a visitar a Pierre y Meriel y a veces se quedaba con ellos una semana entera.
A los dos jóvenes los sorprendía el curso de sus vidas; solían bromear sobre la cuestión. Si bien la carrera elegida por Jonas, tan tranquilizadora para sus padres, había provocado una envidia muda en lo padres de Pierre, era Pierre quien se había casado y conseguido un puesto de profesor y quien había asumido responsabilidades corrientes, mientras que después de la universidad Jonas no se había asentado en un empleo ni con una muchacha. Pasaba la vida en una especie de periodo de prueba que no desembocaba nunca en un vínculo firme con una empresa, y todas las chicas ─al menos por lo que decía─ tomaban como un período de prueba su relación con él. Su último empleo como ingeniero había sido en el norte de la provincia, y había acabado en abandono o despido. «Fin de empleo por consentimiento mutuo», le había escrito a Pierre, y había añadido que vivía en el hotel, donde vivían todos los de clase alta, y que tal vez consiguiera trabajo en un equipo de tala. También había aprendido a conducir aviones y pensaba en la posibilidad de hacerse piloto de montaña. Prometía ir a visitarlos cuando solucionara los problemas financieros.
Meriel había esperado que no ocurriera. Jonas dormía en el sofá de la sala y al levantarse dejaba las mantas en el suelo para que las recogiera ella. Mantenía a Pierre despierto hasta la madrugada contando historias de la adolescencia y hasta de épocas anteriores. Llamaba a Pierre Pipi-er, un apodo de aquellos años, y a los viejos amigos los llamaba el Pestes, el Tronco o el Gallo, nunca por los nombres que Meriel había oído siempre: Stan, don o Rick. Recordaba con una brusca pedantería detalles de incidentes que Meriel no encontraba tan notables ni graciosos (la bolsa con mierda de perro quemada en el umbral del maestro, el pitorreo del viejo que ofrecía una moneda a los niños por bajarle los pantalones), y en cuanto la conversación volvía al presente empezaba a irritarse.
Cuando tuvo que decirle a Pierre que Jonas había muerto, Meriel se había sentido culpable y conmovida. Culpable porque Jonas no le gustaba y conmovida porque era la primera persona de su grupo de amigos que moría. Pero Pierre no pareció sorprenderse ni conmoverse de forma especial.
─Se suicidó ─había dicho.
Ella había respondido que no, que había sido un accidente. Iba en moto, ya de noche, circulando sobre grava, y se había salido del camino. Lo había encontrado alguien o había alguien con él, no había recibido auxilio pero una hora después estaba muerto. Eran heridas mortales.
Eso había dicho su madre por teléfono. Eran heridas mortales. Qué rápidamente resignada había sonado, qué poco perpleja. Como Pierre al decir «Se suicidó».
Después Pierre y Meriel apenas habían hablado de la muerte en sí; hablaron del funeral, del hotel, de la necesidad de encontrar una canguro para toda la noche. De enviar el traje de él a la tintorería, de conseguir una camisa blanca. Meriel se encargaba de todo y Pierre la controlaba en su papel de marido. Pierre deseaba, entendía Meriel, que ella actuase con dominio y sentido práctico, como él, sin aducir una pena que ─estaría seguro─ no podía sentir en realidad. Meriel le preguntó por qué había dicho «Se suicidó» y él le había contestado: «Es lo que me vino a la cabeza». Ella había sentido que la evasión era una especie de advertencia y hasta una réplica. Como si le preocupase que esa muerte ─o la proximidad de los dos a esa muerte─ fuera a provocar en ella un sentimiento oprobioso y egocéntrico. Un entusiasmo mórbido, jactancioso.
En aquellos tiempos, los maridos jóvenes eran rígidos. Poco antes habían sido pretendientes, figuras casi cómicas, patizambos sumidos en un tormento sexual desesperante. Luego, tras haber pasado por la cama, se volvían decididos y censuradores. Cada mañana al trabajo, perfectamente afeitados, la corbata anudada al cuello joven, para pasar el día en actividades ignotas; a la hora de la cena, de nuevo en casa para examinar críticamente la comida o desplegar el periódico, alzarlo entre ellos y el fango de la cocina, las enfermedades, las emociones y los bebés. Cuánto tenían que aprender tan deprisa. A doblegarse ante el jefe y a lidiar con la esposa. A manejarse con autoridad en hipotecas, muros medianeros, hierba del jardín, desagües y política, y al mismo tiempo en el empleo que por un cuarto de siglo debía mantener a sus familias. Entonces eran las mujeres las que podían regresar ─durante el día, y sin descuidar la turbadora responsabilidad que se descargaba en ellas respecto a los niños─ a una suerte de segunda adolescencia. Mejorar el ánimo cuando se iba el marido. Ensueño rebelde, charlas subversivas, ataques de risa y otros vestigios de la universidad crecían como hongos, entre los muros pagados por el marido, durante las horas en que éste no estaba.


Después del funeral, algunos asistentes fueron invitados a la casa de los padres de Jonas en Dundarave. Los rododendros del seto estaban cuajados de flores rosas, rojas y púrpura. El padre de Jonas recibió felicitaciones por el jardín.
─No sé ─dijo él─ tuvimos que adecentarlo un poco de golpe.
La madre de Jonas se disculpó:
─Me temo que no sea una comida en toda regla. Algo para picar, nada más.
La mayoría bebía jerez, aunque algunos hombres prefirieron whisky. Para disponer las fuentes habían extendido la mesa del comedor: mousse de salmón con tostadas, tarta de champiñones, rollos de salchicha, un suave pastel de limón, rodajas de fruta y galletas de almendra, además de bocadillos de gambas, de jamón y de pepino con aguacate. Pierre amontonaba de todo en su platito de porcelana y Meriel oyó que la madre decía:
─Puedes volver a servirte, tranquilo.
La madre de Pierre ya no vivía en Vancouver occidental pero había ido de White Rock para el entierro. Y ahora que Pierre era profesor y un hombre casado no se atrevía a reñirlo directamente.
─¿O te piensas que no quedará nada? ─preguntó.
─Quizá no de lo que yo quiera ─dijo Pierre, despreocupado.
La madre le habló a Meriel:
─Qué bonito vestido.
─Sí, pero mira ─matizó Meriel alisando unas arrugas que se le habían hecho durante el oficio.
─Ése es el problema ─dijo la madre de Pierre.
─¿Qué problema? ─preguntó animadamente la madre de Jonas, deslizando unas tartaletas en el calentador.
─El problema del lino ─respondió la madre de Pierre─. Meriel me contaba que se le ha arrugado el vestido ─no dijo «durante el oficio»─ y yo le decía que ése es el inconveniente de la ropa de lino.
Es posible que la madre de Jonas no le prestara atención. Mirando al otro lado de la sala, dijo:
─Ése es el médico que lo atendió. Vino desde Smithers en su propia avioneta. Nos pareció muy generoso de su parte, realmente.
La madre de Pierre exclamó:
─Menuda aventura.
─Sí. Bueno, me figuro que como visita a gente del monte suele viajar así.
El hombre al cual aludían estaba hablando con Pierre. No llevaba traje, aunque sí una chaqueta decente sobre un jersey de cuello cisne.
─Supongo que sí ─dijo la madre de Pierre, y la madre de Jonas dijo «Sí», y Meriel sintió como si entre ellas hubiera quedado explicado y zanjado algo… ¿sobre cómo estaba vestido el médico?
Bajó la vista a las servilletas, que estaban dobladas en cuartos. No eran tan grandes como las servilletas de cena ni tan pequeñas como las de cocktail. Estaban superpuestas en hilera, de modo que una esquina de cada servilleta (la esquina bordada con una florecilla azul, rosa o amarilla) tapaba el ángulo doblado de la vecina. No había dos servilletas del mismo color o la misma flor que se tocaran. Nadie había desordenado el arreglo, y, si alguien lo había hecho (pues en efecto había en la sala algunas personas con servilletas), había tomado la suya del fin de la hilera, cuidándose de conservar el orden.
En el oficio funerario, el sacerdote había comparado la vida de Jonas en la tierra con la de un bebé en el útero. El niño, había dicho, sin saber nada de la otra existencia, habita esa cavidad cálida, oscura y acuosa sin presentir siquiera el mundo inmenso y brillante adonde pronto será impulsado. Y, si bien nosotros en la tierra tenemos un presentimiento, somos incapaces de imaginar realmente la luz en donde entraremos tras haber sobrevivido a la labor de la muerte. Si de alguna manera pudiéramos contar al niño qué le ocurrirá en el futuro inmediato, ¿no reaccionaría él con credulidad, y por añadidura con miedo? Así reaccionamos nosotros la mayor parte del tiempo; pero no deberíamos, pues se nos ha dado seguridad. Aun así, nuestros ciegos cerebros no pueden imaginar ni concebir el lugar adonde iremos. El niño está envuelto en la ignorancia, la fe de su ser sordo e inerme. Nosotros, no del todo ignorantes ni del todo sabios, hemos de arroparnos en nuestra fe, en la palabra de nuestro Señor.
Meriel miró al sacerdote, que estaba en el umbral del vestíbulo con una copa de jerez en la mano escuchando a una bulliciosa mujer de pelo rubio. No le dio la impresión de que estuvieran hablando de las punzadas de la muerte ni de la luz del más allá. ¿Qué haría el sacerdote si ella se acercaba a interrogarlo sobre el tema?
Nadie había tenido el coraje. Ni la descortesía.
En vez de hacer eso miró a Pierre y al médico rural. Pierre conversaba con una vivacidad infantil no muy frecuente al menos para Meriel. Se entretuvo fingiendo que lo veía por primera vez. El pelo corto, crespo y muy oscuro que escaseaba en las sienes descubriendo la piel suave, marfileña, apenas bronceada. Los hombros anchos y agudos, los brazos hermosos y el cráneo bien formado y algo pequeño. Tenía una sonrisa encantadora pero nunca calculada-, desde que era profesor de muchachos parecía desconfiar por completo de las sonrisas. Tenues líneas de inquietud constante surcaban su frente.
Se acordó de una fiesta de profesores ─hacía más de un año─ en que los dos, en lados opuestos de la sala, se habían visto excluidos de las conversaciones cercanas. Dando un rodeo, ella se le había acercado sin que él lo notara y se había puesto a hablarle como si fuese una desconocida discretamente coqueta. Él sonrió como lo hacía en aquel momento ─pero de otro modo, como era natural frente a una mujer provocativa─, y entró en el juego. Habían intercambiado miradas intensas y frases insulsas hasta acabar rompiendo en risas. Alguien se les había acercado a decirles que estaban prohibidos los chistes conyugales.
─¿Qué te hace pensar que estamos casados de verdad? ─había dicho Pierre, que en esas reuniones solía ser circunspecto.
Ahora Meriel cruzó la sala hasta él sin ninguna picardía en mente. Quería recordarle que debían marcharse temprano a sus respectivos destinos. Él iría en coche a coger el ferry de Horseshoe Bay y ella por la orilla norte, en autobús, hasta Lynnn Valley. Meriel había resuelto aprovechar la oportunidad para visitar a una mujer que su difunta madre había querido y admirado, cuyo nombre le había puesto a su hija y a quien Meriel siempre había llamado tía, si bien no tenían vínculo de sangre. La tía Muriel. (Sólo al entrar en la universidad Meriel se había cambiado la u por una e.) La anciana vivía en una residencia de Lynn Valley y hacía más de un año que Meriel no iba a visitarla. Los viajes familiares a Vancouver no eran frecuentes, el trayecto hasta allí era largo y a los niños les perturbaban la atmósfera de la residencia y el aspecto de los viejos. A Pierre también; cierto que no le gustaba decirlo, y en su lugar preguntaba qué parentesco tenía con Meriel aquella persona.
En realidad no es su tía.
De modo que ahora Meriel iría a verla sola. Había dicho que si no aprovechaba la ocasión le remordería la conciencia. Además, aunque no lo dijera, esperaba el momento para alejarse de su familia.
─A lo mejor puedo llevarte ─dijo Pierre─. Sabe Dios cuánto tendrás que esperar el autobús.
─No puedes ─repuso ella─. Perderás el ferry. ─Le recordó que había quedado en verse con su hermana.
─Tienes razón ─concedió Pierre.
El hombre con el que había estado hablando ─el médico─ no había tenido más remedio que oír la conversación. De pronto dijo:
─Permítame que la lleve yo.
─Me pareció entender que había venido en avioneta ─comentó Meriel, al tiempo que Pierre se excusaba:
─Perdóneme, le presento a mi mujer. Meriel.
El médico dijo un nombre que apenas oyó.
─No es tan fácil aterrizar en avioneta en el cerro Hollyburn ─explicó él─. Por eso la dejé en el aeropuerto y alquilé un coche.
Cierto esfuerzo en la cortesía de él hizo pensar a Meriel que había estado odiosa. Siempre era demasiado atrevida o demasiado tímida; siempre se pasaba.
─¿De verdad podría? ─preguntó Pierre─. ¿Tiene tiempo?
El médico miró fijamente a Meriel. No fue una mirada desagradable, ni audaz, ni ladina ni lisonjera. Pero tampoco socialmente obsequiosa.
Dijo: ─Desde luego.
Quedó entendido pues que sería así. Empezarían a despedirse los tres en ese mismo momento; a continuación, Pierre partiría hacia el ferry y Asher ─porque así se llamaba: doctor Asher─ llevaría a Meriel a Lynn Valley.
Lo que Meriel tenía planeado era visitar a la tía Muriel ─posiblemente incluso cenar con ella─, tomar el autobús de Lynn Valley hasta la terminal de la ciudad (había bastantes autobuses «a la ciudad») y alcanzar el autocar de la noche que la llevaría al ferry de su casa.


El hogar de ancianos se llamaba Heredad de la Princesa. Era un edificio de una planta con pabellones añadidos y estucado de color castaño rosado. La calle era concurrida y no había un parque que pudiera tener en cuenta, cerca ni seto que amortiguaran el ruido ni protegieran la franja de la hierba. A un lado había un Templo de los Evangelios con una caricatura de campanario y al otro una gasolinera.
─La palabra «heredad» ya no significa nada, ¿no? ─preguntó Meriel─. Ni siquiera que la casa tiene dos plantas. Sólo significa que el sitio es algo que ni siquiera pretende ser.
El médico no dijo nada; quizá no había entendido el razonamiento de Meriel. O bien no valía la pena comentarlo aunque fuese cierto. Todo el camino desde Dundarave, ella se había escuchado hablar y estaba consternada. No era tanto que estuviese parloteando ─soltando lo primero que le venía a la cabeza─ como que procuraba expresar cosas que le parecían interesantes o habrían podido serlo si ella hubiera logrado darles forma. Así disparadas, sin embargo, probablemente sonaran pretenciosas cuando no demenciales. Debía de haber sonado como esas mujeres decididas a mantener, no una charla corriente, sino una auténtica conversación. Y aún ahora, convencida de que no resultaba, de que había de estar abrumándolo, era incapaz de detenerse.
No entendía por qué. Inquietud, simplemente porque en esa época de su vida rara vez hablaba con extraños. Desconcierto de viajar en coche con un hombre que no era su marido.
Si hasta le había preguntado, groseramente, qué pensaba de la opinión de Pierre respecto a que el accidente de moto había sido un suicidio.
─Lo mismo se podría suponer de un buen número de accidentes violentos ─había contestado él.
─No se preocupe por entrar al sendero ─dijo ahora ella─. Puedo bajarme aquí.
Tan incómoda, tan ansiosa estaba de alejarse de él y su indiferencia apenas educada, que había aferrado la manija de la puerta mientras todavía avanzaba por la calle.
─Había pensado aparcar ─explicó él doblando de todos modos─. No iba a dejarla tirada.
─Tal vez me lleve un buen rato ─dijo ella.
─Da lo mismo. Puedo esperar. O puedo entrar y echar un vistazo. Si no le molesta.
Estuvo a punto de responderle que a veces los geriátricos eran sórdidos e inquietantes, pero recordó que él era médico: no vería nada que no hubiera visto ya. Y algo en la manera de decir «Si no le molesta» ─una formalidad, pero también un titubeo en la voz─ la había sorprendido. Era como si le estuviese ofreciendo tiempo y su presencia con la mente puesta no en la cortesía sino en ella. Era un ofrecimiento con un toque de humildad sincera, aunque no un ruego. Si Meriel contestaba que realmente no quería hacerle perder más tiempo, él ya no habría intentado persuadirla; se habría despedido con la misma gentileza y se habría marchado.
Pero el caso fue que bajaron los dos del coche y cruzaron juntos el aparcamiento rumbo a la entrada principal.
Sentados en un cuadrado de cemento con arbustos de aspecto afelpado y tiestos de petunias que simulaban un jardín, había varios ancianos y lisiados. La tía Muriel no estaba allí pero Meriel fue objeto de saludos alegres. Entonces le ocurrió algo. La invadió una súbita, misteriosa sensación de poder y regocijo, como si con cada paso le subiera desde los talones hasta la coronilla un mensaje brillante.
Cuando más tarde le preguntara a él por qué la había acompañado dentro, él diría:
─Porque no quería perderte de vista.
La tía Muriel estaba sola, en una silla de ruedas, en la penumbra del pasillo adonde daba su habitación. Se la veía fantástica, resplandeciente, pero era porque le habían puesto un delantal de amianto para que pudiera fumar un cigarrillo. A Meriel le dio la impresión de que la última vez, hacía meses, estaciones enteras, la había visto sentada en la misma silla y el mismo lugar, aunque sin el delantal de amianto, que debía de responder a una norma nueva o reflejar cierta decadencia. Muy probablemente se sentara cada día allí, junto al cenicero fijo lleno de arena, a mirar la biliosa pared ─la pintura era rosa o malva pero parecía biliosa, tan oscuro estaba el pasillo─ con el estante fijado con escuadras que sostenía un pequeño brote de hiedra artificial.
─¿Meriel? Ya sabía que eras tú ─dijo─. Te reconocí por los pasos. Por la respiración. Estas cataratas son un infierno, maldita sea. No veo más que bultos.
─Sí, claro, soy yo. ¿Cómo estás? ─Meriel le dio un beso en la sien─. ¿Por qué no te has sentado al sol?
─El sol no me gusta ─dijo la anciana─. Tengo que cuidar mi cutis.
Podía estar bromeando, pero tal vez fuera cierto. Su cara pálida y sus manos estaban cubiertas de grandes manchas; manchas de un blanco cadavérico que a la escasa luz del lugar se veían plateadas. Había sido una rubia natural de cara rosada, delgada, con un pelo lacio que ya a los treinta años había encanecido. Ahora el pelo estaba mustio y desordenado de tanto apoyarse en cojines y los lóbulos de las orejas colgaban como tetillas fofas. En un tiempo le había gustado llevar pendientes de diamante; ¿adónde habían ido a parar? Diamantes en las orejas, cadenillas de oro puro, perlas auténticas, faldas de seda de colores insólitos ─ámbar, berenjena─ y hermosos zapatos estrechos.
Olía a talco de hospital y las gotas de licor que sorbía todo el día entre los cigarrillos racionados.
─Nos harán falta unas sillas ─advirtió. Inclinándose hacia delante, agitó la mano con el cigarrillo e intentó silbar─. Camarera, por favor. Sillas.
El médico dijo: ─Voy a buscarlas.
La Muriel vieja y la joven se quedaron solas.
─¿Cómo se llama tu marido?
─Pierre.
─Y tienes dos hijos, ¿verdad? Jane y David.
─Exacto. Pero el hombre que me acompaña…
─Ah, no ─dijo la vieja Muriel─. Ése no es tu marido.
Más que a la generación de la madre de Meriel, la tía Muriel pertenecía a la de la abuela. En la escuela había sido profesora de arte de la madre de Meriel. Primero inspiradora, luego aliada, por fin amiga. Pintaba grandes cuadros abstractos, uno de los cuales ─regalado a la madre de Meriel─ colgaba en el vestíbulo posterior de la casa en donde Meriel había crecido y era trasladado al comedor cada vez que la artista iba de visita. Los colores del cuadro eran turbios ─rojos oscuros y marrones (el padre de Meriel lo llamaba Montón de estiércol en llamas) ─, pero el ánimo de Muriel era invariablemente encendido e intrépido. De joven había vivido en Vancouver, antes de ir a enseñar a aquella ciudad de provincias. Había sido amiga de artistas que ahora salían en periódicos. Añoraba volver y al cabo lo consiguió: se fue a vivir con un matrimonio mayor, amigos y mecenas de artistas, para los que hacía de secretaria. Mientras vivió en esa casa parecía sobrarle el dinero, pero tras la muerte de ellos se había quedado a la intemperie. Vivía de su pensión, pintaba acuarelas pues no podía costearse los óleos y se moría de hambre (sospechaba la madre de Meriel) con tal de convidar a Meriel, que por entonces estudiaba en la universidad. En esas ocasiones, su charla era un torrente de chistes y juicios, la mayoría destinados a señalar que las obras y las ideas que chiflaban a la gente eran basura, pero que de vez en cuando ─en la producción de un contemporáneo oscuro o una figura  semiolvidada de otro siglo─ se encontraba algo extraordinario. Una sordina en la voz, como si en aquel mismo instante y para su sorpresa, hubiera encontrado en el mundo una cualidad que aún se debía honrar sin vacilaciones.
El médico regresó con dos sillas y se presentó, con toda naturalidad, como si hasta entonces no hubiera tenido la ocasión.
─Eric Asher.
─Es médico ─dijo Meriel. Iba a empezar a explicar lo del funeral, el accidente, el apresurado viaje desde Smithers, pero la conversación se desvió.
─Pero no vengo en visita oficial, descuide ─aclaró.
─Pues claro que no ─dijo la tía Muriel─. Ha venido con ella.
─Sí ─confirmó él.
En ese momento alargó el brazo entre las dos sillas, tomó una mano de Meriel y por unos segundos la apretó fuerte. Luego la soltó. Y le preguntó a tía Muriel:
─¿Y eso cómo lo sabe? ¿Por mi respiración?
─Lo sé ─dijo ella, un poco impaciente─. Yo también era un demonio.
La voz ─el temblor, el trino que la agitaba─ no se asemejaba a ninguna que Meriel le hubiera oído. Le pareció que en esa anciana de pronto extraña se removía una traición. Una traición del pasado, acaso de la madre de Meriel y de la amistad con una persona superior que tanto valoraba. O de aquellas comidas con la misma Meriel, de las conversaciones enrarecidas. Había una degradación en perspectiva. Meriel se sintió contrariada, remotamente excitada.
─Oh, yo tenía amigos  ─dijo la tía Muriel, y Meriel precisó:
─Tenías montones de amigos. ─Nombró un par de ellos.
─Ése ha muerto ─indicó la tía Muriel.
Meriel dijo que no, que hacía muy poco había leído algo sobre él en el periódico, un premio o una muestra retrospectiva.
─¿Ah sí? Creí que estaba muerto. A lo mejor lo confundo con otro… ¿Conoce a los Delaney? ─Ya no le hablaba a Meriel sino directamente al hombre.
─Creo que no ─dijo él─. No.
─Eran unos que tenían una casa en Bowen Island adonde solíamos ir todos. Los Delaney. Pensé que a lo mejor había oído hablar de ellos. Había varias intrigas. A eso me refería al decir que yo era un demonio. Aventuras. Bueno…, parecían aventuras, pero todo obedecía a un guión, no sé si me comprende. Así que en realidad no era tanta aventura. Nos emborrachábamos como cubas, desde luego. Pero siempre tenían que tener un círculo de velas encendidas, claro, y la música puesta… Más bien como un ritual. Pero no del todo. No quería decir que una no pudiera conocer a alguien y enviar el ritual al diablo. Sólo conocerse y empezar a besarse como locos y escapar al bosque. A oscuras. No se podía llegar muy lejos. Fulminados.
Se había echado a toser. Intentó hablar mientras tosía, se dio por vencida y le dieron sacudidas violentas. El médico se levantó y le dio un par de golpes expertos en la espalda doblada. La tos acabó con un gemido.
─Mejor ─dijo─. Bueno, una sabía qué estaba haciendo pero fingía no saberlo. Una vez a mí me habían vendado. No en el bosque, esto era dentro. Nada de qué quejarse, yo había aceptado. Pero no resultó tan bien… Quiero decir que veía. De todos modos no debía de haber nadie que yo no hubiera reconocido.
Empezó a toser de nuevo, aunque no de forma tan angustiosa. Por fin levantó la cabeza y respiró profunda y ruidosamente unos minutos, alzando las manos para mantener la conversación en suspenso, como si enseguida fuese a decir algo más, algo importante. Pero lo único que hizo fue reírse y confesar:
─Ahora llevo una venda permanente. Cataratas. Aunque no es que alguien se aproveche de mí; no en orgías, que yo sepa.
─¿Cuánto hace que empezaron? ─preguntó el médico con un interés respetuoso, y para gran alivio de Meriel se inició una conversación absorbente, una discusión informada sobre el desarrollo de las cataratas, las ventajas y los inconvenientes de operarse y la desconfianza de la tía Muriel por el oftalmólogo relegado ─según dijo─ a cuidar a los internos de ese lugar.
Sin la menor dificultad, la fantasía lasciva ─Meriel decidió que de eso se había tratado─ se convirtió en una charla médica, agradablemente pesimista por el lado de la tía Muriel y cuidadosamente tranquilizadora por parte del médico.  El tipo de conversación que periódicamente debía tener lugar dentro de aquellos muros.
Poco después, mediante un intercambio de miradas, el médico y Meriel se preguntaron si la visita ya había durado lo suficiente. Una mirada furtiva, deferente, casi matrimonial; una mascarada de insulsa intimidad excitante para quienes a fin de cuentas no estaban casados.
Pronto.
La propia tía Muriel dio la iniciativa.
─Lamento ser desatenta ─dijo─, pero tengo que deciros que me canso.
No quedaba en sus maneras ni un rastro de la persona que había propiciado la primera conversación. Trastornada, actuando y con una vaga vergüenza, Meriel se inclinó a darle un beso de despedida. Tenía la sensación de que no volvería a ver a la tía Muriel, y no lo hizo más.
A la vuelta de un recodo, entre puertas abiertas a habitaciones donde algunos pacientes dormían o miraban desde la cama, el médico le puso la mano entre los omóplatos y la deslizó hasta la cintura. Ella se dio cuenta de que estaba tirando de la tela del vestido, que se le había pegado a la piel húmeda mientras la tenía apretada contra el respaldo de la silla. También bajo los brazos se le había mojado el vestido.
Y tenía que ir al lavabo. Empezó a buscar el de visitantes, que le parecía haber visto cuando entraron.
Allí estaba. No se había equivocado. Un alivio, pero también una dificultad, porque de golpe tuvo que alejarse del alcance de él y decir «Permítame un momento» con una voz que a ella misma le sonó distante e irritada. Él dijo «Claro», se fue bruscamente hacia el servicio de hombres y la delicadeza del momento se perdió.
Cuando Meriel salió a la ardiente luz del sol lo vio paseándose junto al coche, fumando. No había fumado antes, ni en la casa de los padres de Jonas, ni en el camino ni en la residencia. El acto parecía aislarlo o mostrar cierta impaciencia, quizás una impaciencia nacida de haber hecho una cosa y pasar a la siguiente. Ahora Meriel no estaba segura de que ella fuera la cosa siguiente o la que había que acabar.
─¿Adónde vamos? ─dijo él, ya conduciendo. Y enseguida, como si hubiese hablado con demasiada brusquedad─: ¿Adónde le gustaría ir?
Era casi como si le hablara a una niña o a la tía Muriel: como si le hubiesen encargado entretenerla. Y Meriel respondió:
─No lo sé. ─Como si no le quedara más alternativa que convertirse en una niña pesada.
Estaba conteniendo un alarido de decepción, un clamor de deseo. Aunque el deseo hubiese parecido tímido y esporádico pero inevitable, de pronto se declaraba inapropiado, unilateral. Las manos que aferraban el volante eran sólo de él, como si nunca la hubieran tocado.
─¿Qué le parce Stanley Park? ─preguntó ─. ¿Le gustaría dar un paseo?
Ella dijo: ─Stanley Park, sí. Hace siglos que no voy. ─Como si la idea la reanimara y no pudiera concebir nada mejor. Y para empeorar las cosas añadió ─: Es un día maravilloso.
─Sí. Vaya si lo es.
Hablaban como caricaturas. Era insoportable.
─A estos coches de alquiler no les ponen radio. Bueno, a veces les ponen y a veces no.
Cuando cruzaban el puente de Lion’s Gate, ella bajó la ventanilla. Le preguntó si le molestaba.
─No. No, en absoluto.
─Para mí es señal de verano. La ventanilla bajada y la brisa entrando. No creo que logre acostumbrarme al aire acondicionado.
─Con ciertas temperaturas podría.
Ella se llamó a silencio hasta que los recibiera el bosque del parque y los árboles altos, frondosos, se tragaran quizá la torpeza y la vergüenza. Pero luego lo estropeó todo con un suspiro demasiado elogioso.
─Punto Panorámico. ─Él leyó el cartel en voz alta.
Aunque era una tarde laborable de mayo y no habían empezado las vacaciones, había mucha gente. Un momento más y ellos lo comentarían. A lo largo de toda la avenida que llevaba al restaurante había coches aparcados, y en plataforma colas frente a los binoculares de monedas.
─Ajá.
Él acababa de ver un coche que se iba. La necesidad de hablar quedó suspendida un momento mientras paraba, retrocedía para dejar espacio al otro y luego aparcaba en el hueco harto estrecho. Se bajaron al mismo tiempo y se encontraron en la acera. Él se volvía a un lado y otro intentando decidir por dónde enfilar. Todos los senderos a la vista estaban llenos de caminantes.
A ella le temblaban las piernas. No podía sostener aquello ni un minuto más.
─Llévame a otro sitio ─ordenó.
Él la miró a la cara.
─Sí ─dijo.
En la acera, a la vista del mundo. Besándose como locos.


Llévame, había dicho. Llévame a otro lugar, y no Vamos a otro lugar. Para ella eso era importante. El riesgo, la transferencia de poder. Riesgo y transferencia completos. Vamos habría entrañado riesgo, pero no abdicación, que para ella es el comienzo ─cada vez que revive aquel momento─ del viraje erótico. Pero ¿y si él a su vez hubiera abdicado? ¿A qué lugar? Tampoco eso habría servido. Él tenía que decir lo que dijo. Tenía que decir Sí.
La llevó al piso donde se alojaba, en Kitsilano. Era de un amigo que había ido a pescar a la costa oeste de Vancouver Island. Estaba en un edificio pequeño y digno de tres o cuatro plantas. Ella no recordaría más que los ladrillos de cristal de la entrada y el equipo de alta fidelidad, complejo para aquellos tiempos, que parecía el único mobiliario de la sala.
Habría preferido otro escenario, y ese otro era el que intercalaba en el recuerdo. Un angosto hotel de seis o siete plantas, en un tiempo residencia elegante, del West de Vancouver. Cortinas de encaje amarillento, techos altos, acaso una reja de hierro hasta la mitad de la ventana, un falso balcón. Un lugar no deshonroso, en realidad; sólo con una atmósfera de haber cobijado largamente desventuras y faltas privadas. Allí ella tendría que cruzar el breve vestíbulo con la cabeza gacha y los brazos rígidos a los lados, el cuerpo embebido de una vergüenza exquisita. Y él hablaría con el conserje en una voz susurrante que, sin anunciar su propósito, tampoco lo escondía o se excusaba.
Luego el viaje en la anticuada jaula del ascensor, conducida por un anciano, quizás una anciana o un tullido, un taimado servidor del vicio.
¿Por qué conjuraba?, ¿por qué añadía aquel escenario? Era por el momento de exposición, la penetrante sensación de infamia y orgullo que se apoderaba de su cuerpo al atravesar el (supuesto) vestíbulo; y por el sonido de la voz de él, la discreción y la autoridad de las palabras dirigidas al conserje que ella no oía claramente.
Quizás había hablado en ese tono en la farmacia, unas manzanas antes de llegar al piso, después de aparcar el coche y decirle «Espera aquí un momento». En circunstancias diferentes, los arreglos prácticos que en la vida conyugal se hacían tan pesados y descorazonadores podían provocarle un ardor sutil, una letargia y una sumisión nuevas.


Después del anochecer la llevó de regreso a través del parque, del puente y del oeste de Vancouver, y pasó muy cerca de la casa de los padres de Jonas. Ella llegó a Horseshoe Bay casi en el último minuto y caminó hasta el ferry. Los días finales de mayo eran los más largos del año y pese a las luces del muelle y los faros de los coches, que entraban en la bodega del barco, distinguió un resplandor en el poniente y contra él la silueta negra de una isla ─no Bowen sino otra cuyo nombre ignoraba─ neta como un budín en la boca de la bahía.
Tuvo que sumarse a la multitud de cuerpos bamboleantes que subían las escaleras y al llegar al salón de pasajeros se sentó en la primera butaca que encontró. No se esforzó ni siquiera, como de costumbre, en buscar un asiento junto a la ventana. Le quedaba una hora y media hasta que el barco atracara en la otra orilla, y en ese tiempo tenía mucho que hacer.
En cuanto el barco hubo zarpado, la gente que estaba a su lado se puso a hablar. No eran conversadores ocasionales sino amigos o miembros de una familia; se conocían bien y no les faltaría qué decirse durante todo el viaje. De modo que se levantó, subió a la cubierta superior, donde siempre había menos viajeros, y se sentó en uno de los cubos llenos de salvavidas. Le dolían zonas previsibles e imprevisibles del cuerpo.
Lo que tenía que hacer, según lo veía, era recordar todo ─y por «recordar» entendía experimentarlo mentalmente una vez más─ y luego guardarlo para siempre. Y una vez puesta en orden la experiencia del día ─sin nada perdido ni traspapelado─, una vez reunida como un tesoro y cerrada, hacerla a un lado.
Se atuvo a dos predicciones, la primera cómoda, la segunda lo bastante fácil como para aceptarla de momento aunque sin duda se haría más ardua con el tiempo.
El matrimonio con Pierre iba a continuar. Duraría.
Ella nunca volvería a ver a Asher.
Las dos se probaron acertadas.
Su matrimonio duró: más de treinta años después de aquello, hasta que murió Pierre. En la primera y liviana etapa de la enfermedad, ella le leía pasajes de unos cuantos libros que los dos habían leído años antes y querían releer. Uno era Padres e hijos. Después de que le leyera la escena en que Bazarov declara su violento amor a Anna Sergeievna, y Anna se horroriza, se enzarzaron en una discusión. (No una pelea: había ya demasiada ternura entre ellos.)
Meriel quería otro desenlace. Estaba convencida de que Anna no podía reaccionar de aquella forma.
─Es el escritor ─dijo─. Por lo general no me pasa con Turgueniev, pero aquí lo veo metiéndose para separarlos a empujones. Y lo hace con algún propósito.
Pierre sonrió débilmente. Todas sus expresiones eran ahora esbozos.
─¿Tú crees que tendría que sucumbir?
─No. Sucumbir no. Pero no le creo. Me parece que está tan atraída como él. Que lo conseguirían.
─Eso es romanticismo. Fuerzas las cosas para que tengan un final feliz.
─No he dicho nada del final.
─Escucha ─dijo Pierre, paciente. Disfrutaba con esas conversaciones pero se le hacían difíciles; tenía que descansar un poco para recobrar fuerzas─. Anna sólo cedería porque lo quiere. Una vez consumado el asunto lo querría aún más. ¿No es así como son las mujeres? Cuando están enamoradas, digo. ¿Y qué haría él? A la mañana siguiente se largaría quizás incluso sin decirle una palabra. Es su carácter. Amarla le repugna. ¿Qué habrían ganado, entonces?
─Tendrían algo. La experiencia.
─Lo más probable es que él la olvidara y ella se moriría de vergüenza y rechazo. Anna es inteligente. Lo sabe.
─Bien ─dijo Meriel, haciendo una pausa porque se sentía acorralada─. Bien, eso no es lo que dice Turgueniev. Dice que está totalmente desconcertada. Dice que es fría.
─La inteligencia la hace fría. En las mujeres, significa frialdad.
─No.
─Digo en el siglo XIX. En el siglo XIX sí.


Aquella noche en el ferry, durante el lapso en que pensaba ordenarlo todo, Meriel no hizo nada por el estilo. Si por algo tuvo que pasar fue por una oleada tras otra de recuerdos intensos. Y por eso seguiría pasando ─a intervalos paulatinamente mayores─ en los años por venir. No dejaría de recoger detalles que había perdido, y esos detalles la seguirían sobresaltando. Una vez más oiría o vería algo: un ruido que habían hecho juntos, una de esas miradas de reconocimiento y ánimo. Una mirada fría a su modo pero profundamente respetuosa y más íntima que las que había entre marido y mujer, o entre personas que se debían algo.
Recordaba sus ojos gris avellana, el primer plano de su piel áspera, un círculo como una vieja marca junto a la nariz, su pecho liso al separarse de ella. Pero no habría podido dar una descripción precisa de cómo era. Creía haber sentido su presencia con tal fuerza, desde el principio, que no había podido observarlo de forma corriente. Hasta los recuerdos súbitos de los primeros movimientos de los dos, inseguros, prudentes, la hacían encogerse como para proteger la sorpresa viva de su propio cuerpo, el estrépito del deseo. Amor-mío-amor-mío. Murmuraba, cruda, mecánicamente, y las palabras eran como un emplasto secreto.

Cuando vio su foto en el periódico no sintió punzadas enseguida. El recorte se lo había enviado la madre de Jonas, que mientras viviese insistiría en que se mantuvieran en contacto y les recordaría a Jonas cada vez que pudiera. «¿Os acordáis del doctor que vino al funeral de Jonas?», había escrito bajo el pequeño titular. «Un médico muere en accidente de aviación.» Era una foto vieja, sin duda, borrosa en la reproducción de prensa. Una cara más bien maciza, sonriente, que Meriel nunca había esperado de él frente a la cámara. No había muerto en su avioneta sino al estrellarse un helicóptero durante un vuelo de emergencia. Le mostró el recorte e Pierre. Le preguntó:
─¿Tienes alguna idea de por qué fue al funeral?
─Debían de ser más o menos compinches. Dos de esas almas perdidas allá en el norte.
─¿De qué hablasteis?
─Me contó que una vez había llevado a Jonas a enseñarle a volar. «Nunca más», dijo.
Entonces Pierre preguntó: ─¿A ti no te llevó a alguna parte? ¿Adónde fue?
─A Lynn Valley. A ver a tía Muriel.
─¿Y de qué hablasteis?
─Me resultó difícil hablar con él.
El hecho de que hubiera muerto no tuvo mucho efecto aparente en los ensueños de Meriel, si cabía llamarlos así. Aquellos en que imaginaba encuentros fortuitos o aun reuniones desesperadamente acordadas nunca habían tenido asidero en la realidad, de todos modos, y no fueron revisados porque él estuviera muerto. Tendrían que consumirse de una manera que ella no controlaba y nunca entendería.
Aquella noche, cuando volvía en el ferry, había empezado a llover un poco. Ella se había quedado en la cubierta. Se había levantado, había caminado por ahí, y no había podido volver a sentarse sobre el cubo de los salvavidas sin mojarse el vestido. De modo que se había quedado mirando la espuma de la estela del barco, y se le había ocurrido que en cierto tipo de relatos, ─esos que ahora ya nadie escribía─ lo que le habría tocado hacer a ella era arrojarse al agua. Tal como estaba, repleta de felicidad, recompensada como seguramente no volvería a estar nunca, con cada célula del cuerpo henchida de autoestima. Un acto romántico que ─desde un punto de vista prohibido─ habría podido considerarse soberanamente racional.
¿Estaba tentada? Probablemente sólo se permitía imaginar que lo estaba. Y probablemente estaba muy lejos de ceder, aunque ceder hubiera sido lo que tocaba aquel día.


Después de la muerte de Pierre recordó un detalle más.
Asher la había llevado hasta el ferry de Horseshoe Bay. Había bajado del coche y lo había rodeado hasta llegar a su lado. Ella, de pie, lo esperaba para despedirse. Había dado un paso hacia él, para besarlo ─algo tan natural después de las últimas horas─, pero él había dicho «No».
─No. Nunca lo hago.
Desde luego no era verdad que no lo hiciera nunca. Que nunca diera un beso a la vista de cualquiera. Esa misma tarde lo había hecho en el Punto Panorámico.
No.
Eso era sencillo. Una advertencia. Una negativa. La protegería, se podría decir, y se protegería a sí mismo. Aunque horas antes no le hubiera importado.
Nunca lo hago era algo muy diferente. Otra clase de advertencia. Una información que podía no hacerla feliz, aunque quizás estuviese destinada a evitarle una seria equivocación. A salvarla de las falsas esperanzas y la humillación de cierto tipo de errores.
¿Cómo se habían despedido, entonces? ¿Se habían dado la mano? No se acordaba.
Pero oía la voz de él, la ligereza y a la vez la gravedad del tono, veía la cara decidida, meramente agradable, y sentía la tenue retirada fuera de su alcance. No dudaba de que el recuerdo era cierto. No entendía cómo durante todo ese tiempo lo había reprimido con tanta eficacia.
Se le ocurrió que de no haber podido hacerlo, su vida entera habría sido diferente.
¿En qué?
Tal vez no se hubiera quedado junto a Pierre. Tal vez no hubiera podido mantener el equilibrio. El esfuerzo por conciliar lo que se había dicho antes la habría vuelto más alerta y más curiosa. El orgullo o la obstinación habrían desempeñado un papel ─la necesidad de hacer que algún hombre se comiera esas palabras, un rechazo a aprender la lección─, pero eso no habría sido todo. Había otra clase de vida que podría haber hecho, lo cual no quería decir que la prefiriese. Tal vez debido a su edad (algo que siempre olvidaba tener en cuenta), o al tenue aire fresco que respiraba desde la muerte de Pierre, podía pensar en esa otra clase de vida como una suerte de investigación, con sus reveses y sus logros.
Claro que, a fin de cuentas, quizá los descubrimientos no fueran tantos. Acaso una y otra vez lo mismo, algo evidente pero perturbador sobre una misma. En su caso, el hecho de que toda la vida se había dejado guiar por la prudencia, o al menos por una suerte de gestión económica y emocional.
Ese mínimo gesto defensivo que había hecho él, la advertencia cortés y letal, la actitud inflexible ya un poco anquilosada, como una fanfarronería pasada de moda. Ahora lo percibía con una perplejidad cotidiana, como si fuese su marido.
Se preguntó si seguiría siéndolo, o si ella tendría un papel nuevo que la aguardase, un nuevo papel en su mente en el futuro.


Alice Munro
Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio
RBA, Barcelona, 2003, pp.175-193


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