jueves, 20 de enero de 2011

Patricia Highsmith / En el reino de la soledad




En el reino de la soledad

  • Patricia Highsmith

Pájaros a punto de volar reúne 14 relatos cuyos temas fundamentales son la soledad y el odio como variante del amor. Son escritos de juventud de una narradora ya madura.
De pronto irrumpe alguien en un mundo en paz: así son las historias de Patricia Highsmith, desde el principio, desde estos primeros cuentos, catorce, escritos entre 1939 y 1949, antes de Extraños en un tren, inéditos o publicados en revistas de la época y, dos, en un libro llamado Once, el que da título a este volumen, por ejemplo, Pájaros a punto de volar, que también está en Los cadáveres exquisitos. Nunca quisieron a Highsmith en su país, quizá porque Graham Greene tenía razón, y era muy suya, y peligrosa, sin claros fines morales: una escritora fría, buen adjetivo para eliminar críticamente a escritores raros. Así que el lector vigila qué le espera en la siguiente línea de Highsmith: como el habitante de los pueblos tranquilos cuando aparece un forastero.

PÁJAROS A PUNTO DE VOLAR

Patricia Highsmith Traducción de Isabel Núñez Anagrama. Barcelona, 2002 301 páginas. 16 euros
En estos cuentos hay trenes, autobuses, estaciones, lugares de cruce, ciudades para turistas, una hermana que viene a tu casa después de algunos años lejos. ¿Quién es el extraño que llega? Aunque quizá el principal enigma sea quiénes son los que lo reciben, monstruos de la buena conciencia, ojos aumentados detrás de unas gafas. Las relaciones en la ciudad suelen ser molestas, mercenarias, envidiosas como esa señora que mira a dos amantes furtivos en un parque de Nueva York. La soledad es el gran asunto, la soledad gargantuesca de las ciudades: no se trata de gente solitaria, libre, sino de gente que está sola, y uno de pronto entiende en el bar de un hotel que la soledad ha sido la gran aventura de su vida, una enfermedad que, incluso curada, dejará una marca desagradable.
Patricia Highsmith
Son personajes incómodos en ambientes para revistas populares: gente aislada en Nueva York o en una aldea pacífica, americanos en el extranjero, en México, en mundos que te deforman, te hinchan una rodilla, te cierran un ojo con la picadura de un escorpión. Estos seres pueden ser cojos, sin oreja, con la columna rota, o quijotescamente enfermos, novias de Ivanhoe y Venus de Botticelli que han hecho de su cama su castillo. En una subasta de arte en Aix-en-Provence encontramos a un antiguo héroe de guerra, coleccionista de falsificaciones, magníficas falsificaciones, imitaciones perfectas, como su peluquín, su ojo de cristal, sus dientes y miembros postizos: esto me recuerda, desfigurado, el ambiente irreal de los cuentos europeos de Scott Fitzgerald.
Se adivinan los maestros de la joven Highsmith: el Faulkner de Luz de agosto, casas con un olor amarillo a rancio, amantes asesinadas a martillazos y negros amenazados de linchamiento. O aquel cuento de Fitzgerald, donde alguien cortaba vengativamente una trenza mimada. Y Carson McCullers: inocencia y corrupción. Un verso de los Cuatro cuartetos de Eliot (moda en la juventud de Highsmith y el poeta más citado en la literatura negra), 'en el punto fijo del mundo que gira', sirve para titular otra historia. Pero casi siempre se aprecia una claridad de revista de masas, una concisión que se pierde en las traducciones:'Three bony raps en la puerta' son en español 'tres golpes descarnados', pero Highsmith es buena, porque casi nunca resulta sentimentaloide, y sin sentimentalismo es imposible una literatura barata, es decir, redundante, literaria. Hasta su sensacionalismo es escueto, de datos precisos: usan, en el único crimen de estos cuentos, 'uno de esos cuchillos de hoja cuadrangular que cierran la carne al salir y cortan la salida de la sangre'. Y, cuando un asesino se arrepiente de matar, es como el saltador de trampolín que ha mirado demasiado al agua.
A los 18 años ya había descubierto Patricia Highsmith uno de sus temas esenciales: el odio como forma de atracción, como variante amorosa. Es la historia de Hattie y Alice, compañeras de habitación en la residencia de ancianos, porque la lucha por lo que se desea siempre esconde algo infantil, caprichoso, maniático, aunque uno haya cumplido los setenta. Pero hay también un personaje abiertamente positivo, heroico, una secretaria cuarentona, que da azucarillos a las niñas y los caballos, y cuida a vecinos con escarlatina jugándose la salud y el empleo, y, como Patricia Highstmith, posee unas cuantas ideas y pertenencias propias y no envidia las ajenas. Defendemos nuestra soledad, los que tenemos cerca son nuestros remordimientos, y el editor de estos cuentos excelentes recurre a un ardid para demostrarnos que los personajes son nuestros semejantes: las sospechas de un pueblo contra el forastero que pasea con una niña de diez años en el primero de los relatos, ¿son iguales que las sospechas del lector contra el hombre agradable que, en el último, invita a una niña a dar una vuelta en coche? Y así, por un momento, el lector acaba convertido en personaje de Patricia Hihgsmith.






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