jueves, 10 de junio de 2010

Silvia Tomasa Rivera / Realidad y deseo

Paloma
Xalapa, México, 2012
Foto de Triunfo Arciniegas
Silvia Tomasa Rivera
DESEO Y REALIDAD

“El país es un reto aun estando enamorado/ Tiene un rostro que me recuerda al tuyo/ cuando abres tu corazón a los presagios”. Escribí estas líneas desde la cabaña del Rancho Santo Tomás, porque siempre he pensado que el hombre, aun cuando se enfrenta al amor como a un sentimiento irremediable, no debe descuidar la realidad circundante de cualquiera que sea su entorno: el campo o la ciudad. Los mexicanos somos muy dados a vivir de sueños y presagios, por eso en el momento en que un hecho real de ciertas dimensiones se enfrasca encima de nosotros, generalmente nos rebasa, las expectativas se quedan cortas y viene la especulación, encaminada a lo que se desea. Esto se observa más en materia política: va a ganar tal o cual candidato la presidencia de la República en 2006, aunque ni siquiera haya un candidato y como si los hombres no fueran vulnerables y la vida dependiera sólo de ellos (acuérdense de Colosio). Esta capacidad de generar un deseo y luego pensar en su realización abarca naturalmente todos los ámbitos. La gente de la ciudad sueña, piensa, imagina, que la vida en el campo mexicano está llena de tranquilidad, sobre todo después de enterarse de hechos como el del pasado noviembre en San Juan Ixtayopan.

Con frecuencia escuchamos: “quisiera irme de esta ciudad”, o “me gustaría vivir en el campo”. Tal vez porque el campo ostenta una imagen de seguridad que la ciudad les ha negado; en el campo no hay secuestros {express} en la esquina de un banco, por ejemplo, pero existe una violencia histórica velada. Los campesinos, en su mayoría, tienen la costumbre de hacerse justicia con su propia mano, acuden a las autoridades como mero requisito pero no las toman en cuenta. El problema de México no es cuestión de geografía, es el país completo que no encuentra salida. El alma del país, su territorio.

Si uno viaja por las carreteras de México y mira la belleza que se desprende de sus montañas, de sus valles, de las altas colinas por cuyas laderas inclinadas caminan familias completas, inmediatamente siente una extraña nostalgia por algo que no ha vivido y que por supuesto no conoce. Más allá de lo que se ve, está lo que no se quiere ver.

Después de mucho tiempo de no ir al campo, en el invierno del 93, me fui a vivir a una colina del Cofre de Perote; en aquel tiempo recorría el territorio veracruzano buscando el lugar adecuado para grabar un programa de televisión acerca de la vida y la obra del poeta español Miguel Hernández.

Y ahí estaba el sitio, regio, con un verdor avasallante.

No pude regresar a la ciudad, atrapé esa primera noche como si fuera mía para siempre, daba la impresión que si subíamos a la cima del risco podríamos tocar las estrellas con las manos. Los campesinos, ajenos al paraíso que habitaban, se dedicaban a sangrar los árboles, quiero decir que les hacían una hendidura con un hacha, en la parte inferior para que se secaran, y de esta manera, siendo troncos muy jóvenes, cortarlos y luego introducirlos en hornos clandestinos y vender el carbón en Puebla y Xalapa. Esta situación, tan indiferente a las autoridades municipales y estatales, me impresionó de tal modo que en un afán muy romántico de poder frenar estas acciones me instalé en el predio El Mirador, que luego se convirtió en el Rancho Santo Tomás. Diez años me dediqué a luchar contra la devastación de ese bosque de pinos y oyameles, todo fue inútil, desde mi cabaña a la luz de la luna veía la caída de los árboles, y en la madrugada el humo de los hornos se elevaba hasta el cielo. Pero eso no era todo, a escasos kilómetros de la barranca la muerte rondaba por la serranía y llegó a Santo Tomás el seis de enero del 95, día en que se celebraba la fiesta del pueblo de Los Reyes, cuyo nombre verdadero no revelaré por el gran cariño que me une con algunas personas del lugar. Tres meses antes la tala se había agudizado, se aproximaba diciembre y la demanda de troncos y carbón mantenía a los taladores ocupados día y noche; el ruido sordo de las hachas se fue apagando para dar paso al ruido estridente de las motosierras. Fui a ver al presidente municipal.

-No sólo a mí -le dije-, a todos los ranchos circunvecinos les están robando los árboles, cortan los lienzos de alambre y se meten de noche a los terrenos. No respetan linderos y están cortando chopos hasta de 20 metros de altura.

-Voy a ir a la ciudad a dar parte a las autoridades -me dijo, como si no supiera lo que estaba pasando-, pero mientras vienen le voy a mandar a los policías para que le siembren unos arbolitos por los que le han cortado.

A la mañana siguiente llegaron tres uniformados en una camioneta llena de árboles pequeños, nunca me han gustado los policías pero éstos me cayeron bien, iban desarmados, se pusieron a sembrar por todas partes. Máximo Luna, Eleuterio Hernández y Teodoro Sánchez estuvieron trabajando por tres meses, no sólo en Santo Tomás, también en varios ranchos a la redonda.

Se ganaron el afecto de todos, eran vigilantes del pueblo, habían nacido en la región, tenían sus familias y estaban contratados para ayudar a la gente.

Aquel 6 de enero del 95 dejaron de sembrar, debían ir al baile a Los Reyes y cuidar la bocasierra (brecha de terracería por donde bajaban de la montaña alta droga, aguardiente, madera, etcétera). Fue la última vez que los vi, a los tres días fueron encontrados muertos en la barranca grande del crucero, dos de ellos por ráfagas de fuego, el otro cortado a machetazos; no se sabía quién era quién, a sus propias familias les costó trabajo identificarlos. De la barranca del crucero al pueblo de Los Reyes había una distancia de diez kilómetros. Los cadáveres tenían que pasar inevitablemente por Santo Tomás. La autoridad nunca llegó, fueron los lugareños quienes los sacaron de la barranca y ellos mismos hicieron los féretros.

Todo el pueblo se volcó en una manifestación silenciosa a lo largo de la carretera, dos kilómetros de gente, dos kilómetros de rabia. Los ojos hablaban, y en la mano derecha de cada uno había una vela encendida. Desde lo alto del mirador podía verse el serpenteo luminoso como una alucinación. Lo que sentí en ese momento no puedo transferirlo. Fui a la cabaña por una vela y me uní a ellos.

En la plaza del pueblo el sacerdote habló del narcotráfico, de los narco-ovnis que sobrevuelan la montaña, del castigo divino que caería sobre los culpables.

Esa misma noche le escribí a mi hermano muerto: “Este es el campo, hermano/ o una parte del campo que dejaste/ hombres de poca monta/ del trabajo a su casa”. ¿Quién tomaría venganza hasta dejarlos muertos, botados monte adentro bajo el ojo moroso del silencio?

Todavía conservé siete años más el rancho, hasta que un día, a las cinco de la tarde, mientras observaba los últimos rayos del sol espejear en el tono sombrío de la arborescencia, recibí una visita: no fue una amenaza de muerte, simplemente me miraron a los ojos y comprendí que mi ciclo en aquellas montañas había terminado, no así el amor a la tierra.

Aún recuerdo la hora: las maravillosas, sórdidas y controvertidas cinco de la tarde. La misma hora de luz en que gustaba Herzog de filmar {Fitzcarraldo} en el Amazonas, las cinco de la tarde en que Octavio Paz buscaba el sol {templado por los muros de tezontle en Piedra de Sol}. Las mismas cinco de la tarde del {Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejía} de García Lorca.

Sólo hay una hora, y a ella regreso.



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