jueves, 20 de agosto de 2009

Néstor Sánchez / Voces disonates para una novela



Néstor Sánchez

Voces disonantes para una novela

Por Antonio Oviedo 

Especial
Diario La voz del Interior
Suplemento de cultura
8 de febrero de 2007


Lo mismo que ciertas escrituras argentinas (las de Arlt, Borges, Macedonio, también las de Di Benedetto, Juan Filloy e incluso la de Wilcock en El ingeniero), la de Néstor Sánchez (1935-2003) continúa, todavía hoy, contraponiendo su testaruda resistencia a los encasillamientos de cualquier índole. La suya puede ser objeto de los más diversos intentos de comprensión, pero ninguno resulta suficiente ("la burocracia crítica –asegura Hugo Savino– no sabe dónde ponerla"), es capaz de fagocitarlos y recobrar luego su radical insumisión a los estereotipos del sentido común literario.



Es más: su obra apenas si necesitó un corto lapso para "completarse", para adquirir –entre 1966 y 1973– sus singulares logros. Y, sin ceder un ápice de la poderosa fuerza experimental que agita sus enunciados, la forjó en un período en cuyo transcurso proliferaban las estridencias de la literatura comprometida, canalizadas a su vez por opciones políticas inapelables. Paralelamente, esta breve carrera literaria estuvo erosionada desde el vamos por pendulares debacles existenciales.


Es mejor utilizar la expresión declive existencial para subrayar el estado cada vez más acentuado, paulatinamente descendente, de angustia, desdicha e incertidumbre (ante la muerte y su misterio) que jalonaron la vida de Sánchez.

No parece equivocado formularlo de este modo: se concedió a sí mismo esos siete años para escribir Nosotros dos, Siberia blues, El amhor, los orsinis y la muerte y Cómico de la lengua. En 1988, cuando aparecen los cuentos de La condición efímera, hace rato que se encuentra jaqueado por un ansia de nomadismo, de no quietud, de vacío espiritual que ni siquiera las enseñanzas de Gurdjeff atemperan o mitigan.

Pero cuando escribe Siberia blues, la prosa de Sánchez evidencia su apogeo. Éste consistió en llevar al plano de su textualidad la improvisación jazzística, una música por la que sentía una predilección cimentada en lo que el verbo improvisar justamente convoca: tanteos, intuiciones y hallazgos fulgurantes que no por ello aquietan búsquedas que se renuevan sin pausa. Charlie Parker (es suyo el epígrafe de Siberia blues), Thelonius Monk, John Coltrane, son nombres claves para el oído del escritor ávido de fundar la intersección utópica de dos lenguajes.

En las conversaciones (aún inéditas) con Carlos Riccardo, la aclaración de Sánchez es decisiva: "Al tratarlo como una improvisación sobre un tema dado conquisté el tono requerido" y pudo entonces soslayar el realismo testimonial subyacente en el argumento. Entre los ’40 y comienzos de los ’60, en ese lugar desolado, de frontera, que es "la Siberia" (Villa Pueyrredón), una barra de lúmpenes (el Obispo, Remigio, el flaco Colombres, Lobos, Ernesto el pintor, Ventura) cultivan una amistad casi pudorosa nutrida de claudicaciones, ínfimos heroísmos, fechorías, estafas, atracos, turf, cárcel, martingalas, falopa.

Y a este repertorio de vicisitudes, la escritura de Sánchez lo despoja de toda ilación narrativa mediante una sintaxis repleta de pulsaciones irregulares. Que aparte de trasladar ecos de otras lenguas (las de Joyce y Apollinaire, sin duda) a la vez inaugura ritmos propios, sonoridades desconocidas, en fin: voces disonantes concebidas por Néstor Sánchez para abrir umbrales únicos de audición con su novela.

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