sábado, 17 de febrero de 2007

Almudena Grandes / Novela de la restitución







Novela de la restitución


Jordi Gracia
16 de febrero de 2007

Almudena Grandes se muestra en plenitud en El corazón helado. La novela repasa la Guerra Civil, el exilio y el latir de herencias sentimentales, ideológicas y económicas que, sabidas o secretas, minan el presente de una familia y una sociedad. Una misteriosa mujer en el entierro de un hombre es la puerta de entrada al pasado y a la verdad.

EL CORAZÓN HELADO

Almudena Grandes

Tusquets. Barcelona, 2007

933 páginas. 25 euros

El formato corto defrauda a sus más fieles lectores y a los que lo son menos, como pudo pasar con Castillos de cartón, y el formato largo impacienta a sus menos devotos pero satisface a los más fieles. Si necesita arreglo o no esta situación es lo de menos porque lo de más es que enuncia una pista concluyente sobre la pluralidad cuantiosa de lectores que pueden acercarse a una novela de Almudena Grandes en tanto que seguro de calidad para una poética novelesca: esa novela muy bien armada que se crece en los meandros a menudo infinitesimales y en las exploraciones interiores exhaustivas, esa novela que recurre espontáneamente a la amplificatio como modo de desarrollo narrativo y modo de análisis de un destello de duda, o un recuerdo emborronado, o una lluvia ruidosa. Nadie en la novela española actual ensancha así el nervio vital de los personajes hasta crear una suerte de casa común, de convivencia física, que es un efecto literario que la novela contemporánea ha ido buscando a través de recursos elípticos. El corazón helado es pura Almudena Grandes; tanto, que en la nota final incluso agradece a sus editores que "ni una sola vez" hayan protestado del tamaño del libro, pese a que la multiplicación de detalles circunstanciales o morosidades analíticas e introspectivas juegan contra ese mismo efecto buscado, y en lugar de sumar tensión demasiadas veces los puntillosos detalles nuevos la disminuyen o neutralizan.


Por eso digo que Almudena Grandes parece no haber estado nunca antes tan segura y convencida de su modo de hacer novelas. El corazón helado cumple no sólo un impulso de máxima ambición literaria sino de ratificación propia, como novelista y como ciudadana, en un espacio de la imaginación (que eso es la historia también) que apenas había concurrido antes y que aquí lo hace sin perder la función de servir a los nudos clásicos de sus historias de sentimientos atrapados y desbordados: los secretos perdurables, los heridas mal curadas o incurables, las mentiras aplazadas. Y he dicho ciudadana hace un momento muy a conciencia: el impulso del relato tiene que ver con nuestro presente social y cultural de una manera tan directa que incluso cuando se abre al pasado y se inmiscuye en las biografías dañadas por la Guerra Civil, el exilio o la División Azul, late la voluntad de recordar que eso sucede en el presente y que todo aquello que sucedió, fuese lo que fuese, no sucedió, sucede, aunque lo callen los que lo saben, aunque lo ignoren quienes lo heredan.


Para obtener ese efecto y esa atmósfera, la novelista ha optado por fijar un pivote maligno y tortuoso, el traidor un poco demasiado de una pieza, en torno a cuya muerte en nuestros días arranca la reconstrucción que conducen dos personajes centrales. El hijo del traidor, Álvaro, y una víctima de la traición, Raquel, encienden la mecha de una relación amorosa sin saber del todo bien que será el amor atacado que viven lo que va a llevarles al desmoronamiento del mito de un padre ejemplar, enriquecido en el franquismo cuando usurpa sin piedad las propiedades de una familia exiliada, la de Raquel. Lo descubre y averigua atando cabos familiares y recuerdos propios esa pareja nueva, fresca y madura, en torno a la cuarentena, que ha vivido en democracia desde siempre y sin embargo es heredera de herencias que ambos ignoran en parte, o cuya tasación han calculado mal o apenas han conocido nunca en su verdadera magnitud.


Y de eso va a ocuparse el lector que caiga en el relato, de saber qué han heredado y por qué les han ocultado la parte oscura de su propia historia familiar y hasta dónde puede llegar a doler el presente cuando no hay rectificación posible ni de la mentira, ni de la traición y ya ni siquiera es del todo claro que importe demasiado la venganza: por qué hay que esperar a la muerte del padre para saber dónde y cómo murió la abuela, y por qué sólo a su muerte los hijos sabrán el origen infeccioso de la fortuna. La documentación que ha usado Almudena Grandes es sin duda abundante para reconstruir fiablemente las condiciones del exilio y las carencias del interior, pero vuelve a ser dominante en su novela el peso de la efusión sentimental y su derrame emotivo, la agudeza feroz del dolor al evocar a una abuela negada por su hijo e ignorada por los nietos (por haber sido socialista, por haber abandonado el matrimonio). La restitución de la historia se celebra en un espacio privado que sin embargo tiene vocación colectiva: la familia, las familias numerosas y pobladas de hijos, de sobrinos, de primos segundos y terceros, y esa restitución es el saber veraz que unos necesitan y que otros rehúyen desde la cobardía, el cinismo o la aclimatación confortable a las mentiras de toda la vida, como suelen serlo las mentiras de familia.



Jordi Gracia

Es subdirector de Opinión y llega a la redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. La inmersión en el periódico equivale a entrar en el mundo real casi sin respirar. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.



EL PAÍS





martes, 13 de febrero de 2007

Siri Hustvedt / Goya es como Shakespeare




Siri Hustvedt

Siri Hustvedt: «Goya es como Shakespeare: inagotable»

Hace tiempo que dejó de ser «la mujer de» para cotizar por lo que vale: una escritora concienzuda y transparente, con voz propia, capaz de deslumbrar con sus ensayos sobre la memoria, la literatura y



ALFONSO ARMADA.
MADRID, 13 de febrero de 2007
Hace tiempo que dejó de ser «la mujer de» para cotizar por lo que vale: una escritora concienzuda y transparente, con voz propia, capaz de deslumbrar con sus ensayos sobre la memoria, la literatura y los misterios del deseo, recogidos en «Una súplica para Eros» (Circe, 2006), y con sus novelas: el año pasado apareció «Todo cuanto amé» (Anagrama), quizá su obra más lograda y donde despliega su particular mirada sobre la pintura. Fascinada por «Los caprichos» desde que los descubrió de niña, en que empezaron a ejercer una mezcla de «miedo, atracción y repulsión» que nunca se ha extinguido, esta tarde habla para los Amigos del Museo del Prado sobre «la potencia emocional de Goya y su influencia en el arte contemporáneo», de cómo algunas de las más turbadoras imágenes de «Los desastres de la guerra» y «Los caprichos» han dejado una huella profunda en muchos artistas contemporáneos.
Con el azul escandinavo de sus ojos -su familia, de origen noruego se instaló en Minesota-, Hustvedt (la palabra significa «claro» o «calvero») puntúa el análisis de bisturí con carcajadas de cristal, un helado ardor que incrementa una aureola de misterio que multiplica su encanto. Nunca ha dejado de dibujar, y su interés por el arte no ha cesado nunca. Sobre Goya ha hablado en la Studio School de Nueva York. Así regresó a su temprano temblor ante «Los caprichos». A Goya ha dedicado lo que ella define como la «segunda gran expedición cultural de su vida», después de la que dedicó a Charles Dickens. Para ella, «Goya es como Shakespeare: inagotable».
«Escribir de arte no consiste en contenerlo, encerrarlo en una suerte de frío análisis, sino introducirse lo más profundamente en la obra, sabiendo que siempre hay algo que se te escapa», dice. «Creo que de esa manera, de ese acercamiento humilde, siempre surge algo interesante. La experiencia del arte es siempre entre un ojo vivo y los rastros de un tú viviente: es un diálogo entre el espectador y lo visto. Y, aunque trato de no incluirme yo en esos escritos, acabo apareciendo siempre de alguna manera».
Acerca de las interpretaciones suscitadas por obras como «El sueño de la razón produce monstruos», Hustvedt destaca la «ambigüedad fundamental de «Los caprichos», que muchos estudiosos han querido eliminar». Para ella, «su riqueza radica precisamente en su ambigüedad». Aunque admite que ésa podría ser una « aproximación posmoderna», no olvida la «presencia de lo demoníaco en la imaginación goyesca».
Tras una infancia en la pradera, en la que siempre se sintió como «una chica seria y vieja», se hizo una empedernida vecina de la «ciudad de cristal». Vive en Brooklyn con el misterioso P. A. En no acabar nunca de conocer al otro fija uno de los fundamentos del deseo. A la última pregunta, «¿quién es S. H.?», que subraya con otra carcajada, responde: «No tengo la menor idea».




viernes, 9 de febrero de 2007

Henning Mankell / Macbeth es la gran obra criminal de la historia


Henning mankell
Poster de T.A.

HENNING MANKELL

"Macbeth es la gran obra criminal 

de la historia"


MARCOS ORDÓÑEZ
Barcelona 9 FEB 2007

Henning Mankell (Estocolmo, 1948), creador de Kurt Wallander, ha vendido 25 millones de libros publicados en 35 lenguas, y se le puede señalar como uno de los responsables del auge de la novela negra en Europa. Este sueco que vive parte del año en Mozambique confiesa que el teatro es su pasión primera y que siempre quiso ser escritor. "Nunca pensé que escribiría novelas policiacas"

En estos momentos se representan en Europa entre diez y quince montajes de sus obras más recientes
El dramaturgo y narrador trabaja en el teatro Avenida de Maputo por amor al arte y a la cultura

Pocas veces he tenido la ocasión de encontrarme ante un hombre entero, modélico. A diferencia de la mayoría de escritores, Henning Mankell no se pavonea ni se empeña en caer bien. Con lo cual, por supuesto, cae estupendamente. Habla lo justo, sin florilegios, pero no rehúye ninguna pregunta. En un western sería el médico del pueblo convertido en sheriff. Tampoco cuesta imaginarle con las cualidades del inspector Wallander, su héroe de ficción: esfuerzo, perseverancia, coraje. "Siempre quise ser escritor, pero nunca pensé que escribiría novelas policiacas. Me encontré haciéndolo, eso es todo". Ha venido a Barcelona para recoger el premio Carvalho, pero detesta la vida social. "No soporto esas cenas que duran tres horas ni esas reuniones en las que todo el mundo está de pie hablando de nada con mucha gente". Prefiere quedarse en el hotel, leyendo, trabajando, o pasear con su mujer, Eva Bergman, la hija del gran Ingmar.
Su extraordinario ciclo novelesco lleva el subtítulo, muy bergmaniano, de Novelas sobre el desasosiego sueco. Ha vendido 25 millones de libros, publicados en 35 lenguas. Podría haberse retirado a su granja de Harjedalen (Suecia), pero pasa la mitad del año en Mozambique, un país en la ruina, con una temperatura media de 38 grados, dirigiendo el teatro Avenida, en Maputo, y la editorial Leopard Publishing House, para dar a conocer autores africanos.
Comenzó a escribir a los seis años. Su madre abandonó a la familia cuando Mankell aún no había cumplido los 10. A los 16 dejó la escuela y se embarcó en un mercante. Vivió un año en París, donde trabajó en un taller de instrumentos musicales. Volvió a Suecia, decidido a convertirse en escritor, "pero comprendí", dice, "que necesitaría bastante tiempo: no era lo bastante maduro para escribir un libro". Fue entonces cuando descubrió el teatro, "mi pasión primera, fundamental. Intuía que escribir y dirigir eran cosas muy parecidas. Ambas consisten en construir y ordenar mundos".

Convertido en actor

A los 19 años, sin proponérselo, se encontró convertido en actor. "No era lo mío, desde luego. El director, muy valiente por cierto, me ofreció escribir una obra. Y la escribí, en 1968. Se llamaba Feria popular. Era una pieza satírica y provocó un escándalo maravilloso. Un crítico se enfadó tanto que acabó diciendo que yo llevaba unos zapatos horrendos. Pero dimos 100 representaciones".
Su madre se suicidó cuando Mankell acababa de cumplir los 20. No le pregunto nada. ¿Para qué? Ese gran silencio está en su interior. Un silencio lleno de palabras escritas, representadas, de actividad constante, de vida que en cualquier momento puede acabarse, como un portazo. La vida de Mankell tiene dos habitaciones. "En una escribo y estoy solo. La otra es más grande, mejor iluminada, y está llena de gente, los míos, con los que hago teatro".
Poca gente en España conoce su faceta de hombre de teatro, aunque, me dice, "visitamos Sevilla durante la Expo 92, con un montaje mío de Los bandidos de Schiller". En estos momentos se están dando en Europa entre 10 y 15 montajes de sus obras más recientes, como Up and down, en Londres, o Antílopes, en París. Adora a Calderón y a Lorca, "una de mis primeras fuentes de inspiración", de quien montó Bodas de sangre en Mozambique, "porque podría ser perfectamente una historia africana". Brecht también ha sido muy importante para él. Y, por encima de todo, Shakespeare, siempre. Mankell afirma que Macbeth es "la mejor obra criminal de la historia", pero nunca se ha atrevido a montarla. "Temo no hacerlo bien, estropear esa maravilla, aunque mi auténtica favorita es El sueño de una noche de verano. Lo tiene todo, absolutamente todo. Es como escuchar a Mozart y a Bach trabajando juntos".
Durante un tiempo, Mankell dirigió el Kronobersteatern de Vaxjo, en el que sólo programaba obras suecas. "Fue un gran éxito, pero cometí el peor error de mi vida: ser director y gestor al mismo tiempo. Una catástrofe total. Durante cuatro años no pude escribir una línea". Hasta que volvió a África, con la que soñaba desde niño, "cuando leía los grandes viajes de los exploradores victorianos". Viajó a Guinea-Bissau a los 24 años, "para airear mi cabeza". A finales de los años setenta se instaló en Zambia con su primera mujer, una enfermera. "Un día me llamó Manuela Sueiro, la directora del teatro Avenida. Mozambique acababa de conseguir la independencia y ella se puso al frente del teatro Avenida con un grupo de actores y actrices jóvenes llamado Mutumbela Gogo. Viajé a Maputo y me propusieron trabajar juntos. No pude volver a Luanda porque no había vuelos hasta la semana siguiente. Aquella semana en Maputo ha durado 25 años. Debería enviar una carta de agradecimiento a las líneas áreas de Angola".

Amor al arte

Mankell trabaja en el teatro Avenida por amor al arte. Y a la cultura: "Mozambique es un país extraordinariamente pobre. Un 70% de la población no sabe leer ni escribir, por lo que el teatro tiene una importantísima tarea que desempeñar, de la que me siento orgulloso. El Gobierno no puede subvencionarnos, porque está en bancarrota, de modo que nos financiamos con la venta de entradas. Viene gente de toda África a vernos. Yo contribuyo todo lo que puedo. La gente habla del Avenida como si fuera mío, pero formo parte de un grupo. Somos 30 o 40 personas, yo soy el director artístico, y Manuela es nuestra jefa".
Su línea teatral es muy clara: "No podemos permitirnos experimentos formales. Nuestro público quiere historias poderosas y bien contadas. Tenemos un repertorio muy amplio. Clásicos como La buena persona de Sezuan, de Brecht; Woyzeck, de Buchner; Bodas de sangre. He escrito musicales: As teias de Maputo, con canciones de Celso Paco. Teatro infantil, adaptaciones de relatos orales, o mis propias obras. La última, que estrenamos el pasado noviembre, se llama Las hijas de Nora. La escribí para conmemorar el centenario de Ibsen y los 25 años de Mutumbela Gogo. Somos, en cierto modo, embajadores de Mozambique en Europa".
Mankell colabora con su mujer, Eva, directora del Backa Teater, de Gotemburgo, con el que suelen intercambiar espectáculos, y pasa largas veladas con Ingmar Bergman, "un icono para toda mi generación: nos ha influido a todos. Tengo una relación muy íntima con él. Hablamos mucho, especialmente de música. No es frecuente que tu suegro sea una persona tan estimulante". En Mozambique, los seis meses restantes, lleva "una vida muy normal: la agitación está dentro de mi cabeza". Vive en un piso muy pequeño, en el centro de Maputo. "Me levanto pronto para poder escribir un promedio de cuatro páginas diarias y por la tarde trabajo en el teatro. Por las noches ceno con mis compañeros o me quedo en casa leyendo. Para mí es una vida perfecta. No conozco nada más divertido ni más apasionante. Lo único que lamento es que el día no tenga 25 horas".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 9 de febrero de 2007



miércoles, 7 de febrero de 2007

Truman Capote / Vueltas nocturnas / O cómo practican la sexualidad los gemelos siameses

Truman Capote
Fotografía de Richard Avedon
Ilustración de T.A.

Truman 

Capote

Biografía


Vueltas nocturnas 

O cómo practican la sexualidad los gemelos siameses



Nocturnal Turnings


TC: ¡Caramba! ¡Completamente despiertos! ¡Dios Santo! No hemos dormido ni un minuto. ¿Cuánto tiempo nos hemos quedado adormilados, querido?
TC: Ya son las dos. Tratamos de dormirnos a eso de medianoche, pero estábamos demasiado tensos. Así que dijiste que por qué no nos masturbábamos, y yo dije que si, que eso nos relajaría, normalmente nos relaja, de manera que nos masturbamos y nos dormimos inmediatamente. A veces me pregunto: ¿qué haríamos nosotros sin Madre Puño y sus Cinco Hijas? Desde luego, a través de los años han sido para nosotros como un manojo de amigas. Compañeras de verdad.
TC: Dos horas asquerosas. Dios sabe cuándo volveremos a pegar ojo. Y no se puede hacer nada. No podemos echar un traguito de algo porque no da resultado. Ni ninguna de esas pastillas para dormir, porque tampoco surten efecto.

martes, 6 de febrero de 2007

Truman Capote / Mojave


Ilustración de Mushku

Truman 

Capote

Biografía


Mojave




las cinco de aquella tarde de invierno, ella tenía cita con el doctor Bentsen, en otro tiempo su psicoanalista y su amante en la actualidad. Cuando su relación cambió de lo analítico a lo emocional, él insistió, basándose en razones éticas, en que ella dejara de ser su paciente. No es que tuviera importancia. No había sido muy útil como analista, y como amante, bueno, lo vio una vez corriendo para coger el autobús, un intelectual de Manhattan, de doscientas veinte libras de peso, bajo, cincuentón, con el pelo rizado, de caderas anchas y miope, y ella se había reído: ¿cómo era posible que pudiese amar a un hombre tan malhumorado, tan poco favorecido como Ezra Bentsen? La respuesta era que no lo amaba; de hecho, no le gustaba. Pero, al menos, no lo relacionaba con la resignación y la desesperanza. Ella temía a su marido; no tenía miedo del doctor Bentsen. Sin embargo, era a su marido a quien amaba.

lunes, 5 de febrero de 2007

Truman Capote / Mister Jones



Truman 

Capote

Biografía



Mister Jones



Mr. Jones



urante varios meses del invierno de 1945 viví en una pensión de Brooklin. No era un lugar sucio, sino una casa agradablemente amueblada, de vieja piedra arenisca, mantenida con una limpieza de hospital por sus dueñas, dos hermanas solteras.

domingo, 4 de febrero de 2007

Truman Capote / Un día de trabajo

Noticias de la niebla
Times Square, NY, 2012
Foto de Triunfo Arciniegas

Truman Capote

Biografía

Un día de trabajo

A Day's Work

scenario: Una lluviosa mañana de abril de 1979. Camino por la Segunda Avenida de la ciudad de Nueva York, cargado con un capacho de hule para la compra lleno de artículos de limpieza que pertenecen a Mary Sánchez, quien va a mi lado tratando de mantener un paraguas por encima de los dos, lo que no es difícil, pues es mucho más alta que yo: mide seis pies.
Mary Sánchez es una asistenta que trabaja por horas, a cinco dólares la hora, seis días a la semana. Trabaja aproximadamente nueve horas al día, y visita una media de veinticuatro domicilios distintos entre lunes y viernes; por lo general, sus clientes sólo requieren sus servicios una vez a la semana.

sábado, 3 de febrero de 2007

Truman Capote / Una luz en la ventana


Truman 

Capote

Biografía


Una luz 

en la ventana



A Lamp in the Window



na vez me invitaron a una boda; la novia sugirió que hiciera el viaje desde Nueva York con una pareja de invitados, el señor y la señora Roberts, a quienes no conocía. Era un frío día de abril, y en el viaje a Connecticut, los Roberts, un matrimonio de cuarenta y pocos años, parecieron bastante agradables; no el tipo de gente con los que uno quisiera pasar un largo fin de semana, pero tampoco tremendos.



No obstante, en la recepción nupcial se consumió gran cantidad de licor, y debo decir que mis conductores ingirieron la tercera parte de ello. Fueron los últimos en dejar la fiesta —aproximadamente, a las once de la noche—, y yo me sentía muy reacio a acompañarlos; sabía que estaban borrachos, pero no me di cuenta de lo mucho que lo estaban. Habríamos recorrido unas veinte millas, con el coche dando muchos virajes mientras el señor y la señora Roberts se insultaban mutuamente en un lenguaje de lo más extraordinario (efectivamente, parecía una escena sacada de ¿Quién teme a Virginia Wolf?), cuando míster Roberts, de modo muy comprensible, torció equivocadamente y se perdió en un oscuro camino comarcal. Seguí pidiéndoles, y terminé rogándoles que pararan el coche y me dejaran bajar, pero estaban tan absortos en sus invectivas que me ignoraron. Por fin, el coche paró por voluntad propia (temporalmente), al darse una bofetada contra el costado de un árbol. Aproveché la oportunidad para bajarme de un salto por la puerta trasera y entrar corriendo en el bosque. En seguida partió el condenado vehículo, dejándome solo en la helada oscuridad. Estoy convencido de que mis anfitriones no descubrieron mi ausencia; Dios sabe que yo no les eché de menos a ellos.

viernes, 2 de febrero de 2007

Truman Capote / Una hermosa criatura


Marilyn Monroe y Truman Capote

Truman Capote
Biografía
UNA ADORABLE CRIATURA

Tiempo: 28 de abril de 1955.
Escena: La capilla de la funeraria Universal en la Avenida Lexington y la calle Cincuenta y dos, Nueva York. Un interesante grupo representativo se apretuja en los asientos: celebridades, en su mayoría, del ambiente teatral, cinematográfico y literario internacional presentes todos en homenaje a Constance Collier, la actriz nacida en Inglaterra, que murió el día anterior, a los setenta y cinco años.
Nacida en 1880, Miss Collier comenzó su carrera como corista de teatro de variedades, pasando de allí a convertirse en una de las principales actrices shakesperianas de Inglaterra (y novia, de por vida, de Sir Max Beerbhom, con quien nunca se casó, siendo tal vez por esa razón la inspiración de la traviesa e inconseguible heroína de la novela de Sir Max, Zuleika Dobson). Después de un tiempo emigró a los Estados Unidos, donde se convirtió en una importante figura en el teatro de Nueva York y en el cine de Hollywood. Durante las últimas décadas de su vida vivió en Nueva York; allí daba clases de teatro de alto nivel: sólo aceptaba profesionales como estudiantes, y por lo general profesionales que ya eran “estrellas”. Katharine Hepburn fue su alumna permanente. Otra Hepburn, Audrey, fue igualmente una de las protegidas de la Collier, igual que Vivian Leigh y, unos meses antes de su muerte, una neófita a quien Miss Collier llamaba “mi problema especial”: Marilyn Monroe.


Marilyn Monroe, a quien conocí por intermedio de John Huston cuando dirigía La jungla de asfalto, la primera película en que Marilyn habló, pasó a ser protegida de Miss Collier por sugerencia mía. Conocía a Miss Collier desde hacía unos seis años, y la admiraba como mujer de mucho valor en el aspecto físico, emocional y creativo, y por ser, a pesar de sus modales altaneros y de su voz de gran catedral, una persona adorable, levemente malvada pero excesivamente cálida, digna pero gemütlich. Me encantaba ir a los pequeños almuerzos que ofrecía con frecuencia en su oscuro estudio victoriano en el centro de Manhattan; tenía una infinidad de historias acerca de sus aventuras como primera figura con Sir Beerbhom y el gran actor francés Coquelin, su relación con Oscar Wilde, Chaplin de joven y la Garbo en los primeros años de la sueca, en las películas mudas. En realidad, era una delicia, igual que su fiel secretaria y compañera, Phyllis Wilbourn, una solterona brillante pero callada que, después de su muerte pasó a ser, y sigue siendo, acompañante de Katharine Hepburn. Miss Collier me presentó a muchas personas de quienes me hice amigo: los Lunt, los Olivier y especialmente Aldoux Huxley. Pero fui yo el que le presentó a Marilyn Monroe, y al principio no le interesó conocerla, no veía muy bien, no había visto las películas de Marilyn, y en realidad no sabía nada de ella, excepto que era una especie de bomba sexual de pelo platinado, de fama mundial. En fin, no parecía arcilla adecuada para la severa y clásica formación de Miss Collier. Pero yo pensé que podían hacer una combinación estimulante.


Así fue. “Oh, sí”, me informó Miss Collier. “Tiene algo. Es una hermosa niña. No lo digo por lo obvio, tal vez demasiado obvio. No es una actriz, en absoluto, en el sentido tradicional. Lo que ella tiene, esa presencia, esa luminosidad, esa inteligencia deslumbrante, nunca podría salir a relucir en el escenario. Es algo tan frágil, tan sutil, que sólo la cámara puede captarlo. Es como un colibrí en vuelo: sólo la cámara puede congelar su poesía. Pero quien piense que la chica es otra Harlow, o una puta, está loco. Hablando de locura, es de eso que nos estamos ocupando: de Ofelia. Supongo que la gente se reiría de sólo pensarlo, pero realmente podría ser la Ofelia más deliciosa del mundo. Estaba hablando con Greta la semana pasada, y le hablé de Marilyn como Ofelia, y Greta dijo sí, que lo creía porque la había visto en dos películas, muy comunes y vulgares, pero que de todos modos dejaban entrever las posibilidades de Marilyn. En realidad, Greta tiene una idea divertida. ¿Sabes que quiere hacer una película de Dorian Gray? Con ella como Dorian, por supuesto. Bueno, dijo que le gustaría que Marilyn fuera una de las chicas que Dorian seduce y destruye. ¡Greta! ¡Tan desaprovechada! Y qué talento, bastante parecido al de Marilyn, cuando se piensa. Por supuesto, Greta es una actriz consumada, de máximo control. Esta hermosa criatura carece de todo concepto de disciplina o sacrificio. No sé por qué, pero me parece que no llegará a vieja. Es absurdo que lo diga, pero siento que morirá joven. Espero, ruego, que viva lo suficiente para liberar ese talento tan extraño y encantador que es en ella como un espíritu prisionero.”


Ahora Miss Collier ha muerto, y yo estaba en el vestíbulo de la capilla Universal esperando a Marilyn. Hablamos por teléfono la noche anterior y quedamos en sentarnos juntos en el servicio, que empezaría al mediodía. Ya llevaba más de media hora de retraso. Siempre llegaba tarde, pero pensé que, por una sola vez, podía llegar a horario. ¡Por el amor de Dios! ¡Maldición! De repente llegó, pero no la reconocí hasta que me dijo…


 MARILYN: Querido, perdóname. Pero como ves, me maquillé y luego pensé que no debería ponerme pestañas postizas ni pintarme los labios ni nada, de modo que me lavé la cara, y no sabía qué ponerme…
(Lo que se había puesto finalmente habría sido apropiado para la abadesa de un convento que asiste a una audiencia privada con el Papa. Tenía el pelo totalmente cubierto por un pañuelo de chifón negro, un vestido negro suelto, largo, que parecía prestado, medias de seda negra que opacaban la rubia belleza de sus esbeltas piernas. Seguro que una abadesa no se habría puesto los zapatos de tacos altos, negros y vagamente eróticos, que había elegido, ni los anteojos oscuros, de lechuza, que tornaban dramática la palidez de vainilla de su fresca piel.)
TC: Se te ve muy bien.
M (royendo la uña del pulgar, ya totalmente comida): ¿Estás seguro? Estoy tan nerviosa, ¿sabes? ¿Dónde está el baño? Si pudiera ir un momento…
TC: ¿A tomarte una píldora? ¡No! Shhh. Esa es la voz de Cyril Ritchard: ya ha empezado el panegírico.
(De puntillas, entramos en la capilla llena de gente y logramos ubicarnos en un espacio estrecho en la última fila. Cyril Ritchard terminó de hablar. Lo siguió Cathleen Nesbitt, colega de toda la vida de Miss Collier, y finalmente Brian Aherne se dirigió a los presentes. Durante todo este tiempo, mi acompañante no cesaba de quitarse los anteojos para enjugar las abundantes lágrimas que brotaban de sus ojos azul grisáceos. Algunas veces la había visto sin maquillaje, pero hoy presentaba una nueva experiencia visual, un rostro que no había observado antes, y al principio no me di cuenta de qué pasaba. ¡Ah! Era por el pañuelo de cabeza. Con el pelo oculto, el cutis sin cosméticos, parecía de doce años, una virgen pubescente recién admitida en un orfelinato, que se lamenta por su suerte. Por fin la ceremonia terminó, y la congregación comenzó a dispersarse.)
M: Por favor, sentémonos aquí. Esperemos a que se vayan todos.
TC: ¿Por qué?
M: No quiero tener que hablar con todo el mundo. Nunca sé qué decir.
TC: Siéntate tú aquí, que yo esperaré afuera. Tengo que fumar un cigarrillo.
M: ¡No me puedes dejar sola! ¡Dios mío! Fuma aquí.
TC: ¿Aquí? ¿En la capilla?
M: ¿Por qué no? ¿Qué vas a fumar? ¿Marihuana?
TC: Muy graciosa. Vámonos.
M: Por favor. Hay un montón de fotógrafos abajo. Y por supuesto que no quiero que me saquen fotos con esta ropa.
TC: No te culpo.
M: Dijiste que se me veía muy bien.
TC: Y es verdad. Estás perfecta para el papel de la novia de Frankenstein.
M: Te estás riendo de mí ahora.
TC: ¿Te parece?
M: Te ríes por dentro. Y ésa es la peor clase de risa. (Frunciendo el ceño; mordiéndose la uña del pulgar.) En realidad, podía haberme puesto maquillaje. Todo el mundo aquí estaba maquillado.
TC: Incluso yo.
M: Hablando en serio. Es el pelo. Necesito tintura, y no tuve tiempo. Todo fue tan inesperado. La muerte de Miss Collier. ¿Ves?
(Se levantó un poquito el pañuelo para mostrarme una franja negra en la raya del pelo.)
TC: Pobre e inocente de mí. Yo que creía que eras una rubia auténtica.
M: Lo soy. Pero nadie es tan natural. ¿Por qué no te vas a la mierda?
TC: Bueno, ya se han ido todos. Vamos, levántate.
M: Estos fotógrafos están ahí todavía. Lo sé.
TC: Si no te reconocieron al entrar, no te reconocerán cuando salgas.
M: Uno me reconoció. Pero me metí por la puerta antes de que empezara a gritar.
TC: Debe haber una puerta posterior. Podemos salir por ahí.
M: No quiero ver ningún cadáver.
TC: ¿Por qué vamos a ver cadáveres?
M: Esto es una funeraria. Deben guardarlos en alguna parte. Lo único que me falta, entrar en un cuarto lleno de muertos. Ten paciencia. Iremos a alguna parte y te invitaré a tomar champagne.
(De modo que nos quedamos sentados y Marilyn dijo: “Odio los funerales. Me alegro de no tener que ir al mío. Sólo que no quiero funeral, y que uno de mis hijos, si tengo alguno, tire mis cenizas al viento. Hoy no habría venido de no ser porque Miss Collier me quería, se preocupaba por mi porvenir y era como una abuelita, una abuelita severa, pero que me enseñó muchas cosas. Me enseñó a respirar. Lo he aprovechado, y no sólo cuando actúo. Hay otros momentos cuando respirar es un problema. Pero cuando me enteré de la muerte de Miss Collier, lo primero que pensé fue: Oh, Dios mío, ¿qué pasará con Phyllis? Miss Collier era toda su vida. Pero me enteré de que se fue a vivir con Miss Hepburn. Feliz de Phyllis. Lo pasará tan bien ahora. Me gustaría cambiar con ella. Miss Hepburn es una persona maravillosa. En serio. Ojalá fuera amiga mía. Podría llamarla a veces y… bueno, no sé, charlar con ella”.
Hablamos de cómo nos gustaba Nueva York y de cuánto aborrecíamos Los Angeles. “Aunque nací ahí, no se me ocurre nada bueno que decir de Los Angeles. Si cierro los ojos, y me imagino Los Angeles, todo lo que veo es una gran várice.” Hablamos de actores y actuaciones. “Todos dicen que no sé actuar. Decían lo mismo de Elizabeth Taylor. Y se equivocaron. Estuvo magnífica en Ambiciones que matan. A mí nunca me darán el papel apropiado, algo que realmente quiera hacer. No me ayuda el aspecto físico. Demasiado específico”; hablamos un poco de Elizabeth Taylor; quería saber si yo la conocía y le dije que sí, y ella dijo bueno, cómo es, cómo es en realidad, y yo dije bueno, es algo parecida a ti, es muy franca y dice cualquier cosa, y Marilyn dijo vete a la mierda y me dijo bueno, si alguien me preguntara cómo era Marilyn Monroe, cómo era Marilyn Monroe en realidad, qué diría, y le dije que tenía que pensarlo.)
TC: ¿Te parece que podemos irnos de una vez? Me prometiste champagne, ¿recuerdas?
M: Recuerdo. Pero no tengo dinero.
TC: Siempre llegas tarde y nunca tienes dinero. Por casualidad, ¿no estás bajo la impresión de que eres la reina Isabel?
M: ¿Quién?
TC: La reina Isabel. La reina de Inglaterra.
M (frunciendo el ceño): ¿Qué tiene esa mierda que ver conmigo?
TC: La reina Isabel nunca lleva dinero encima. No le está permitido. El vil metal no debe mancillar la palma de la mano real. Hay una ley, o algo así.
M: Ojalá pasaran una ley parecida para mí.
TC: Sigue así y a lo mejor sucede.
M: ¿Cómo paga cuando va de compras?
TC: Su dama de compañía trota a su lado con una bolsa llena de peniques. M: ¿Sabes una cosa? Te apuesto a que le dan todo gratis. Como pago cuando ella dice que usa el producto.
TC: Es muy posible. No me sorprendería en lo más mínimo. Proveedores de Su Majestad. Perros galeses. Todas esas golosinas Fortum & Mason. Marihuana. Preservativos.
M: ¿Para qué quiere ella preservativos?
TC: Ella no, tonta. Para ese bobo que la sigue dos pasos atrás. El príncipe Felipe.
M: Para él. Oh, sí, me gusta. Debe tener un lindo aparato. ¿Te conté esa vez que Errol Flynn sacó el aparato y tocó el piano con él? Bueno, fue hace cien años. Yo recién empezaba y fui a una fiesta tonta. Estaba Errol Flynn, muy contento consigo mismo. Aporreó las teclas. Tocó Eres mi rayo de sol. ¡Cristo! Todo el mundo dice que Milton Berle tiene el schlong más grande de Hollywood. Pero ¿a quién le importa? Eh, ¿tienes dinero encima?
TC: Unos cincuenta dólares.
M: Eso nos debe alcanzar para un poco de champagne.
(Afuera, Lexington estaba vacía de sospechosos: nada más que inofensivos transeúntes. Eran como las dos de una linda tarde de abril, ideal para caminar. Deambulamos hasta la Tercera Avenida. Unos pocos dieron vuelta la cabeza, no porque reconocieran a Marilyn como Marilyn, sino debido a su atavío funerario. Ella rió con esa sonrisa suya tan especial, tentadora como cascabeles, y dijo: “A lo mejor siempre debería vestirme así, verdaderamente anónima”.
Mientras nos acercábamos al bar de P. J. Clarke, dije que éste sería un buen lugar para tomar un refresco, pero Marilyn lo vetó. “Está lleno de esos idiotas de publicidad. Y esa perra Dorothy Kilgallen siempre está allí, emborrachándose. ¿Qué les pasa a estos irlandeses? Chupan más que los indios.”
Me sentí obligado a defender a la Kilgallen, que era algo amiga mía, y dije que en ocasiones podía llegar a ser muy graciosa. Marilyn dijo: “Sea como sea, ha escrito cosas terribles acerca de mí. Todas esas perras me odian. Hedda, Louella. Sé que supuestamente una debe acostumbrarse a eso, pero yo no puedo. Lo que dicen, duele. ¿Qué he hecho yo a esas brujas? El único que escribe cosas decentes de mí es Sidney Skolsky. Pero él es hombre. Los tipos me tratan bien. Como si fuera un ser humano. Por lo menos me otorgan el beneficio de la duda. Y Bob Thomas es un caballero. Y Jack O’Brian”.


Marilyn Monroe, 1962
Fotografía de Bern Stern

Miramos las vidrieras de las tiendas de antigüedades. En una había una bandeja con anillos viejos y Marilyn dijo: “Ese es bonito. El granate con las perlitas. Me gustaría poder usar anillos, pero no me gusta que la gente se fije en mis manos. Son demasiado gordas. Elizabeth Taylor tiene las manos gordas. Pero con los ojos que tiene, ¿quién se va a fijar en sus manos? Me gusta bailar desnuda frente a un espejo y ver cómo se me mueven las tetitas. No son feas. Ojalá no tuviera las manos tan gordas.”


En otra vidriera vimos un hermoso reloj de péndulo, lo que le hizo decir: “Nunca tuve un hogar. Una casa verdadera, con muebles míos. Pero si vuelvo a casarme, y gano mucho dinero, voy a alquilar un par de camiones y recorreré la Tercera Avenida comprando todo lo que se me ocurra. Una docena de relojes de péndulo. Los pondré todos en un cuarto, y todos a la misma hora. Eso sería como un verdadero hogar. ¿No te parece? ¡Eh! ¡Mira! ¡Enfrente!”
TC: ¿Qué?
M: ¿Ves el letrero con la palma de la mano? Ahí deben leer el futuro.
TC: ¿Tienes ganas de entrar?
M: Bueno, vamos a ver cómo es.
(No es un lugar acogedor. Por una vidriera sucia percibimos un cuarto desprovisto de muebles con una mujer flaca, con aspecto de gitana, sentada en una silla de lona debajo de una lámpara roja como el infierno que colgaba del techo y que esparcía un brillo torturador. Estaba tejiendo un par de escarpines. No nos miró. Marilyn estuvo a punto de entrar, luego cambió de idea.)
M: Hay veces que me gusta saber qué pasará. Pero después pienso que es mejor no saberlo. Me gustaría saber dos cosas, sin embargo. Una, si voy a adelgazar.
TC: ¿Y la otra?
M: Es un secreto.
TC: Vamos, vamos. Hoy no puede haber secretos. Hoy es un día de dolor, y los que sufrimos compartimos los pensamientos más recónditos.
M: Bueno, es acerca de un hombre. Hay algo que quiero saber. Pero no diré más. Realmente es un secreto.
(Y pensé: Eso es lo que tú crees. Ya te lo sacaré.)
TC: Estoy preparado para invitarte con champagne.
(Terminamos en la Segunda Avenida, en un restaurante chino vacío, decorado chillonamente. Pero tenía un bar bien provisto, y pedimos una botella de Mumm. Llegó, pero sin helar y sin balde. La tomamos en vasos altos, con cubitos adentro.)
M: Esto es divertido. Como filmar en exteriores. Si a una le gusta. A mí no. Niagara. Qué película mala. Horrible.
TC: Hablemos de tu amor secreto.
M: (silencio).
TC: (silencio).
M: (risitas).
TC: (silencio).
M: Conoces a tantas mujeres. ¿Cuál es la mujer más atractiva que conoces?
TC: Barbara Paley. No tiene rival.
M (frunciendo el ceño): ¿Esa a la que le dicen “Babe”? A mí no me parece una beba. La he visto en Vogue. Es elegante. Encantadora. Mirando las fotos una se siente como una chancha.
TC: Le divertiría oír eso. Te tiene celos.
M: ¿Celos de ? Te estás burlando de nuevo.
TC: No. Está celosa.
M: Pero ¿por qué?
TC: Por lo que dijo en los diarios una periodista, creo que la Kilgallen. Algo así: “Se rumorea que Mrs. Di Maggio tuvo una cita con el mayor magnate de la televisión, y no precisamente para hablar de negocios”. Ella leyó la nota y creyó que era verdad.
M: ¿Que era verdad qué?
TC: Que su marido tiene un asunto contigo. William S. Paley. El mayor magnate de la televisión. Le gustan las rubias bien formadas. Las morochas también.
M: Eso es un disparate. No conozco a ese tipo.
TC: Ah, vamos, vamos. Conmigo puedes ser franca. Este amante secreto es William S. Paley, n’est-ce pas?
M: ¡No! Es un escritor. El es un escritor.
TC: Eso es mejor. Ya vamos a alguna parte. De modo que tu amante es un escritor. Debe de ser malísimo, o no te avergonzarías de decirme su nombre.
M (furiosa, frenética): ¿Por qué es la “S”?
TC: La “S”. ¿Qué “S”?
M: La “S” en William S. Paley.
TC: Oh, esa “S”. No quiere decir nada. La metió allí porque quedaba bien.
M: ¿Sólo una inicial que no reemplaza nada? Por Dios. Mr. Paley debe de ser un poquito inseguro.
TC: Tiene un montón de tics. Pero volvamos a tu misterioso escriba.
M: ¡Basta! No entiendes. Tengo tanto que perder.
TC: Mozo, otra botella de Mumm, por favor.
M: ¿Estás tratando de aflojarme la lengua?
TC: Sí. Te diré una cosa. Hagamos un trato. Yo te cuento un cuento, y si te parece interesante, tal vez podamos hablar de tu amigo el escritor.
M (tentada, pero renuente): ¿Un cuento de qué?
TC: De Errol Flynn.
M: (silencio).
TC: (silencio).
M (enojada consigo misma): Bueno, empieza.
TC: ¿Recuerdas lo que me contaste de Errol? ¿Lo contento que estaba con su pito? Yo soy testigo de eso. Una vez pasamos juntos una noche muy agradable. Si me entiendes.
M: Lo estás inventando. Estás tratando de engañarme.
TC: Lo juro. Estoy jugando limpio. (Silencio. Pero veo que está muy interesada, de modo que después de encender un cigarrillo, prosigo.) Bueno, sucedió cuando yo tenía dieciocho años. O diecinueve. Durante la guerra. El invierno de 1943. Esa noche daba una fiesta Carol Marcus, que no sé si ya estaba casada con Saroyan, en honor de su mejor amiga, Gloria Vanderbilt. La fiesta fue en la casa de su madre, en Park Avenue. Una gran fiesta. Habría unas cincuenta personas. Como a la medianoche entra Errol Flyn con su doble, un playboy que hacía las escenas de capa y espada, llamado Freddie McEvoy. Los dos estaban bastante borrachos. De todos modos, Errol se puso a charlar conmigo. Era inteligente, y nos reíamos mucho. De pronto dijo que quería ir a El Morocco, y por qué no iba con él y con su amigo McEvoy. Dije que sí, pero McEvoy no quería irse de la fiesta, que estaba llena de jovencitas recién presentadas en sociedad, de manera que Errol y yo nos fuimos solos. Sólo que no fuimos a El Morocco. Tomamos un taxi hasta la zona de Gramercy Park, donde yo tenía un departamento de un ambiente. Se quedó hasta el día siguiente, al mediodía.
M: Y ¿cómo calificarías? ¿En una escala de uno a diez?
TC: Francamente, si no hubiera sido Errol Flynn, ni siquiera me acordaría.
M: No es un gran cuento. No mereces el mío. Ni por asomo.
TC: Mozo, ¿y el champagne? Los dos tenemos sed.
M: Y no me has dicho nada nuevo. Ya sabía que Errol caminaba en zigzag. Tengo un masajista que es como mi propia hermana, que era masajista de Tyrone Power, y él me contó la relación que había entre Errol y Tyrone. De modo que tendrías que contarme algo mejor.
TC: Es difícil hacer tratos contigo.
M: Estoy lista a escuchar. De modo que cuéntame cuál fue tu mejor experiencia. En ese sentido.
TC: ¿La mejor? ¿La más memorable? Mejor que contestes tú primero.
M: ¡Y dices que yo soy difícil! ¡Ja! (tomando champagne) Joe no es malo. Juega bien al béisbol. Si fuera por eso, aún seguiríamos casados. Todavía lo amo. Es sincero.
TC: Los maridos no cuentan. En este juego.
M (mordisqueándose la uña; pensando, realmente): Bueno, conocí a un hombre, medio pariente de Gary Cooper. Un corredor de bolsa, no gran cosa: sesenta y cinco años, usa anteojos gruesos. No sé qué era, pero…
TC: Puedes parar ahí. Sé todo acerca de él por otras chicas. Ese viejo espadachín sigue recorriendo mundo. Se llama Paul Shields. Es el padrastro de Rocky Cooper. Se supone que es sensacional.
M: Lo es. Bueno, vivo. Tu turno.
TC: Olvídalo. No tengo por qué contarte nada. Porque ya sé quién es tu maravilla oculta: Arthur Miller. (Bajó los anteojos negros. Si las miradas mataran…)
M (tartamudeando): Pero ¿cómo? Quiero decir, nadie… Es decir, casi nadie…
TC: Hace por lo menos tres o cuatro años, Irving Drutman…
M: ¿Irving qué?
TC: Drutman. Un escritor del Herald Tribune. El me contó que tú andabas con Arthur Miller. Que estabas enamorada de él. Soy demasiado caballero para haberlo mencionado antes.
M: ¡Caballero! (tartamudeando de nuevo pero con los anteojos negros en su lugar) Tú no entiendes. Eso fue hace mucho. Eso terminó. Pero esto es nuevo. Todo es diferente ahora y…
TC: No olvides invitarme a la boda.
M: Si dices algo de esto, te mato. Te hago eliminar. Conozco un par de hombres que me harían ese favor con todo gusto.
TC: Es algo que no dudo ni por un minuto.
(Por fin regresa el mozo con la segunda botella.)
M: Dile que se la lleve. No quiero más. Quiero irme de aquí.
TC: Siento haberte molestado.
M: No estoy molesta.

Arthur Miller y Marilyn Monroe, 1957

(Pero lo estaba. Mientras pagaba la cuenta, fue al toilet. Deseé tener conmigo un libro para leer: sus visitas al toilet a veces duraban tanto como la preñez de una elefanta. Mientras pasaba el tiempo, me puse a pensar si estaría tomando píldoras tranquilizantes o estimulantes. Tranquilizantes, sin duda. Había un diario en el bar. Lo tomé. Estaba escrito en chino. Después de unos veinte minutos, decidí investigar. A lo mejor se había tomado una dosis letal, o cortado las muñecas. Encontré el baño de damas y llamé a la puerta. Dijo: “Pasa”. Estaba frente a un espejo mal iluminado. Pregunté: “¿Qué estás haciendo?”. Ella contestó: “Mirándola”. En realidad, se estaba pintando los labios color rubí. Además, se había quitado el pañuelo de la cabeza y peinado ese pelo brillante y finito que tenía.)
M: Espero que te quede bastante dinero.
TC: Depende. No como para comprar perlas, si es tu idea de hacer las paces.
M (riendo, nuevamente de buen humor. Decidí no volver a mencionar a Arthur Miller): No. Para un viaje en taxi, nada más.
TC: ¿Adónde vamos, a Hollywood?
M: Diablos, no. A un lugar que me gusta. Ya verás cuando lleguemos.
(No tuve que esperar tanto, pues no bien subimos al taxi, oí que le decía que nos llevara al muelle de la calle South, y pensé: “¿No es allí donde se toma el ferry para Staten Island?”. Y mi conjetura fue: tomó píldoras además del champagne, y está loca ahora.)
TC: Espero que no vayamos a tomar un barco. No llevo dramamine encima.
M (feliz, riendo): Vamos al muelle, nada más.
TC: ¿Puedo preguntar por qué?
M: Me gusta. Huele a otro país, y puedo dar de comer a las gaviotas.
TC: ¿Qué les darás? No tienes nada.
M: Sí, tengo la cartera llena de bizcochitos chinos. Los robé del restaurante.
TC (haciendo una broma): Sí, sí. Mientras estabas en el baño abrí uno, y el papelito de adentro era un chiste verde.
M: Por Dios. ¿Obscenidades en vez del porvenir?
TC: Seguro que a las gaviotas no les importará.
(Pasamos el Bowery. Tiendas diminutas de empeño, estaciones de donación de sangre, cuartos con camas por cincuenta centavos, pequeños hoteles sórdidos de alojamiento por un dólar, bares de blancos, bares de negros y por todas partes vagos, vagos jóvenes, ancianos vagos en cuclillas sobre la vereda sentados en medio de vidrios rotos y de vómitos, vagos apoyados contra las puertas y acurrucados como pingüinos en las esquinas. En una oportunidad, al detenernos ante una luz roja, un espantapájaros de nariz roja avanzó tambaleándose hacia nosotros y empezó a limpiar el parabrisas del taxi con un trapo húmedo que aferraba su temblona mano. Nuestro conductor protestó, gritando obscenidades en italiano.)
M: ¿Qué es esto? ¿Qué pasa?
TC: Quiere una propina por limpiar el vidrio.
M (cubriéndose la cara con la cartera): ¡Qué horrible! No lo aguanto. Dale algo. Apúrate. ¡Por favor! (Pero ya el taxi partía, derribando casi al viejo borracho. Marilyn lloraba.) Estoy descompuesta.
TC: ¿Quieres irte a casa?
M: Se ha arruinado todo.
TC: Te llevaré a casa.
M: Espera un minuto. Ya estaré bien.
(Así seguimos hasta la calle South; ya allí, el ferry anclado, la vista de Brooklyn del otro lado, las gaviotas que revoloteaban y se divertían, blancas contra el horizonte marino y el cielo veteado de vellones de nubes, diminutas y frágiles como encaje, pronto tranquilizaron su espíritu. Al bajar del taxi vimos a un hombre que llevaba a un perro chino de una correa. Era un pasajero que se dirigía al ferry. Al pasar junto a él, mi compañera se detuvo a acariciar el perro.)
EL HOMBRE (firme y poco amistosamente): No debería tocar perros desconocidos. Especialmente a éstos. Podrían morderla.
M: Los perros nunca me muerden. Sólo los humanos. ¿Cómo se llama?
EL HOMBRE: Fu Manchu.
M (riendo): Oh, como en el cine. Qué amor.
EL HOMBRE: Usted, ¿cómo se llama?
M: ¿Yo? Marilyn.
EL HOMBRE: Eso pensé. Mi mujer no me creería. ¿Me puede dar su autógrafo?
(Sacó una tarjeta y una lapicera. Utilizando su cartera como apoyo, ella escribió: Que Dios lo bendiga —Marilyn Monroe).
M: Gracias.
EL HOMBRE: Gracias a usted. Voy a mostrar esto en la oficina.
(Seguimos hasta el borde del muelle, donde nos pusimos a escuchar el ruido del agua.)
M: Yo solía pedir autógrafos. Todavía lo hago, a veces. El año pasado vi a Clark Gable sentado cerca de mí en Chasen, y le pedí que me firmara la servilleta.


(Apoyada contra un poste de amarras, la observé, de perfil: Galatea oteando las distancias no conquistadas. La brisa le esponjaba el pelo. Volvió la cabeza hacia mí con gracia etérea, como si la hiciera girar la brisa.)
TC: ¿Cuándo alimentamos los pájaros? Yo también tengo hambre. Es tarde, y no almorzamos.
M: Recuerda, te dije que si alguna vez te preguntaran cómo era yo, cómo era, en realidad, Marilyn Monroe, ¿cómo contestarías esa pregunta? (Su tono era juguetón, burlón, sin embargo sincero al mismo tiempo: quería una respuesta honesta): Apuesto a que dirías que era una palurda.
TC: Por supuesto, pero también les diría…
(Ya se iba la luz. Ella parecía desvanecerse con la claridad, mezclarse con el cielo y las nubes, retroceder y ocultarse detrás. Yo quería alzar la voz por encima de los gritos de las gaviotas y preguntarle: “Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así? ¿Por qué es una mierda esta vida?”)
TC: Yo diría…
M: No te oigo.
TC: Diría que eres una hermosa niña.

Truman Capote
Música para camaleones