viernes, 22 de junio de 2001

Javier Cercas gana el premio de los libreros catalanes


Javier Cercas gana el premio de los libreros catalanes


EL PAÍS
Barcelona, 22 de junio de 2001

Soldados de Salamina (Tusquets), de Javier Cercas, obtuvo ayer el II Premio Llibreter de Cataluña, que concede el Gremio de Libreros de Barcelona y Cataluña. Según el jurado, la novela 'es una joya literaria en la que se conjugan magistralmente la realidad y la ficción, el narrador y el autor, el texto y la vida real. Bajo la apariencia de la interpretación de un hecho real, el autor desarrolla, con un estilo finísimo, una verdad literaria, dando diferentes tonos y ritmos a la novela'.
Soldados de Salamina tiene como protagonista a un periodista que investiga el fusilamiento fallido del político y escritor falangista Rafael Sánchez Mazas al final de la guerra civil, la historia del miliciano que no lo delató y la de los campesinos que lo acogieron. Al mismo tiempo, el escritor explica cómo construye la novela. Sebastià Borràs, presidente del gremio, afirmó que con este premio los libreros 'adquieren el compromiso colectivo de promocionar y defender una obra extraordinaria'.





Guillem Terribas, de la Llibreria 22 de Girona, explicó que cada una de las librerías agremiadas propuso cinco libros, en total más de 60 títulos, de los que se seleccionaron ocho novelas. 'Las ocho son muy buenas, la ganadora tiene un enorme mérito'. Terribas hizo un llamamiento para que los libreros promocionen también a las finalistas. Son: Paradero desconocido, de Kressman Taylor (RBA y La Magrana, en catalán); Balzac y la joven costurera china, de Dai Sijié (Salamandra y Edicions 62); El millor dels móns, de Quim Monzó (Quaderns Crema); Jugadores de billar, de José Avello (Alfaguara); La casa del silencio, de Orhan Pamuk (Metáfora); La joven de la perla, de Tracy Chevalier (Alfaguara y La Magrana), y Todo un carácter, de Imma Monsó (Alfaguara y La Magrana).

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 22 de junio de 2001

lunes, 11 de junio de 2001

El marido de la peluquera / Apoteosis del mirón



EL MARIDO DE LA PELUQUERA

Apoteosis del mirón



Casimiro Torreiro
11 de junio de 1991

Hace ahora un año, el público español descubrió, entre la admiración y el arrobo, la existencia de un cineasta francés -Patrice Leconte- que, pese a todo, llevaba en el cine no menos de 15 años y nueve películas. El vehículo de tal descubrimiento fue un filme extraño y absorbente: Monsieur Hire, revisión de un añejo producto de los cuarenta, hecho a mayor gloria de Georges Simenon, quien una vez más había proporcionado la trama con una de sus incontables novelas.Pero lo que dio a Leconte -un hombre hasta entonces no precisamente genial, a tenor de sus trabajos previos- una notoriedad pública fue el tratamiento de una anécdota mínima: en manos del realizador, las obsesiones de ese voyeur a la vez repulsivo y tierno daban pie a una reflexión claustrofóbica y enfermiza sobre los desastres a que empuja una pasión a destiempo.

El marido de la peluquera (Le mari de la coiffeuse")

Director: Patrice Leconte. Guión: P. Leconte y Claude Klotz. Fotografía: Eduardo Serra. Música: Michael Nyman. Producción: Thierry de Ganay, Francia, 1990. Intérpretes: Jean Rochefort, Anna Galiena, Roland Bertin, Maurice Unevit, Philippe Clevenot. Jacques Mathou, Henry Hocking. Estreno en Madrid: Alphaville.

El marido de la peluquera trata de cosas semejantes: otra vez las obsesiones del sexo, otra vez fijaciones fetichistas, otra vez un hombre maduro que ha perseguido siempre, detrás de una vida gris, previsible, ordenada y burguesa, la consumación de una pasión en este caso temprana.

Jean Rochefort
El marido de la peluquera
En este sentido, cabe afirmar que el filme se ordena y se hace con idénticos elementos que el anterior. Puesto a repetir una fórmula que tanto éxito le diera, Leconte aborda una anécdota tal vez más parca aún que la de su filme precedente, y hace del cuidado de los detalles el principal motivo de sus preocupaciones: el constante acercamiento de la cámara -más una lupa de entomólogo que una herramienta narrativa- a esa peluquera en acción, a esos cortes interminables de pelo, en un juego que logra transmitir casi las sensaciones táctiles y olfativas que experimentan los dos protagonistas.
La puesta en escena es, también aquí, obsesivamente minuciosa, como si en su supremo papel de hacedor del relato, Leconte no estuviera dispuesto a dejar que se le escape ningún detalle. Eso otorga al filme una fascinante cualidad hipnótica -a la que contribuye no poco la música de Michael Nyman-, un juego especular en el cual el realizador, mirón impúdico antes que nada, sumerge con maestría al espectador obligándole a ver -mirón él mismo- desde el punto de vista del protagonista, un impecable Jean Rochefort. La hipnosis es tal que, por momentos, logra hacer olvidar las debilidades de un guión en exceso simplista y reiterativo.
Jean Rochefort
El marido de la peluquera

Pero al final, la película se convierte en otra cosa y abre un perturbador interrogante. Como ocurre igualmente con El cielo protector, en el cual lo más interesante probablemente está antes de la llegada de la traumática pareja de viajeros al puerto de Tánger, aquí también se abre un abismo alrededor de la personalidad de esa enigmática mujer -soberbia Anna Galiena-, hasta el punto de hacer de la ausencia de información sobre ella otro más de los puntos de interés de ese filme tan revelador como astutamente ocultador. Al espectador se le requiere para que complete con su imaginación esa trayectoria vital que el relato escamotea: una llamada a la participación activa del respetable, tan poco habitual en el cine contemporáneo como imprescindible para la consideración del cine como un arte para adultos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 11 de junio de 1991






viernes, 8 de junio de 2001

Federico, Rafael... y el manuscrito

Federico García Lorca


Federico, Rafael... y el manuscrito

ANGEL GARCÍA PINTADO
8 de junio de 2001

La angustiosa duda que le iba y le venía, en la que groseramente se insinuaba la fatalidad, acompañó a Federico en su último día en Madrid. 'Doña Lola, ¿qué me aconseja usted, me quedo o me marcho a Granada?'. Y doña Lola le respondía con refranes. Era una manera de quitar hierro a la aprensión más negra. El calendario de pared señalaba el 16 de julio de 1936.


Rafael había pasado a recogerle al mediodía por su casa de la calle de Alcalá. Almorzaría en casa del amigo entrañable, calle de Ayala, con esta otra familia que había tenido desde que llegó a Madrid. Tres días antes habían asesinado a Calvo Sotelo. Rafael acababa de llegar de Escandinavia, donde había disertado sobre la poesía y el teatro del amigo, y tampoco le había gustado el país que se había encontrado a la vuelta; por eso rechazó el ofrecimiento del granadino para que le acompañase a su Huerta de San Vicente. El otro no tenía más remedio que ir, para no truncar una tradición familiar, un rito que les congregaba en torno a la onomástica, la de su padre y la suya, el 18 precisamente: San Federico.
Tampoco deseaba quedarse solo en su casa madrileña: los anfitriones le brindaban la posibilidad de acogerlo en Ayala el tiempo que deseara. Pero no, no podía ser... Después de la sobremesa, los dos amigos tomaron un taxi que los depositó en Puerta Hierro. 'Mira, Lolita, si me voy o no, lo vamos a decir Rafael y yo ante un coñac pirulado'. En la terraza de un quiosco que le gustaba frecuentar, desierto a esa hora, dos dobles de coñac: Fundador, su bebida predilecta; ideal para escamotear temores y desatar lenguas. La destrucción de Sodoma, su próximo proyecto, colmó de palabras encendidas el taxi en el viaje de vuelta.
No cabían las cosas en las maletas, de los nervios que tenía. Libros, ropas, papeles... Desalentado y sudoroso, se dejó caer en una silla: 'Nada, que no me puedo ir'. Rafael se lo ordenó todo, y las maletas cerraban. Fue entonces cuando Federico sacó del cajón un misterioso paquete y se lo entregó al amigo: 'Toma. Guárdame esto. Si me pasara algo, lo destruyes todo. Si no, ya me lo darás cuando nos veamos'.
Asomado a una ventanilla del expreso de Andalucía, con Rafael abajo en el andén, de pronto Federico se volvió de espaldas y agitó en el aire sus dos puños con los índices y meñiques extendidos: '¡Lagarto, lagarto, lagarto!'. Alguien había entrado en el vagón de coches cama al otro extremo del pasillo. ¿Quién? 'Un diputado por Granada. Un gafe y una mala persona'. Nervioso y visiblemente disgustado, el viajero dijo al único amigo que había ido a despedirle que se marchara, que no se quedase en el andén, que iba a correr las cortinillas y a meterse en la cama para que no le viera ni le hablara 'ese bicho'. Pocos datos, aunque suficientes, permiten colegir a Rafael, una vez acaecida la tragedia, que la víctima viajó en el mismo tren que su verdugo.
Una despedida demasiado apresurada, abortada por la irrupción de un bicho, para dos amigos que ya no se volverían a ver.
Le faltó tiempo a Rafael, nada más llegar a casa, para abrir el paquete. Entre papeles personales estaba el borrador de un drama inédito: El público. Cuando un mes después de la despedida en la estación de Atocha asesinaron a Federico, Rafael decidió desoír el mandato del amigo, al igual que hiciera Max Brod con los manuscritos de Franz Kafka. Y cuando en 1978 los lectores españoles recibieron la publicación por Seix Barral, con introducción, transcripción y versión depurada a cargo de Rafael Martínez Nadal, de El público, acompañada de una inacabada Comedia sin título en edición de Marie Lafranque, pudieron enterarse de la existencia de un Lorca más libre y audaz que nunca, de contenido y de forma, un auténtico revolucionario de la estética teatral que nos permitió preguntarnos a algunos cuáles podrían haber sido los derroteros del teatro español si aquella última jornada madrileña de dudas lacerantes se hubiera resuelto de modo inverso y el instinto de conservación que su intuición poderosa nutría se hubiera impuesto a la llamada del rito familiar. Es sabido que era éste el tipo de literatura escénica que un insatisfecho Lorca, autor de éxito por su Yerma, su Bodas de sangre..., deseaba imponer, alcanzada ya la autoridad que sus triunfos le habían otorgado. Éste era el teatro que a él le interesaba de verdad, tal y como había aseverado en no pocas ocasiones, y el que hubiera podido desarrollar de no haber tomado en aquella tarde de tan aciagos presagios un tren para Granada.
Mucho tuvo que ver con la desobediencia del amigo Martínez Nadal el profundo conocimiento que tenía de la obra lorquiana. 'Yo sabía que destruir aquello hubiera sido otro crimen', nos confesó años después a los que nos beneficiamos de su amistad. Exiliado en Londres a poco de asesinado el amigo, Rafael asume durante la Segunda Guerra Mundial, enmascarado tras el seudónimo de Antonio Torres, las emisiones para España de la BBC -una idea de Winston Churchill-, dirigidas a la opinión pública española a fin de que influyera en el Gobierno franquista y éste se convenciera de la necesidad de mantenerse neutral. Presunta candidez la de Churchill, suponiendo la existencia de una opinión pública en la España de aquellos años, y más aún, que, en caso de existir ésta, pudiera influir en el ánimo del impenetrable caudillo gallego. Fue el líder conservador británico quien se encargó también de guillotinar aquel espacio radiofónico cuando le dejó de ser políticamente útil (según confesión dolorida de Martínez Nadal).
Algunos tímpanos añejos recuerdan todavía esa voz entrañable que en las noches más inhóspitas les llegaba a ráfagas traída por el viento del Norte; oídos esperanzados en que la caída de Hitler conllevaría, por un efecto de naipes, la caída de Franco. Labor doble la desarrollada por Rafael en aquellos tiempos, acogiendo y dando trabajo en su programa a los intelectuales que fueron llegando de la España vencida, entre ellos el poeta sevillano Luis Cernuda y José Castillejo, hombre de confianza de Giner de los Ríos, el fundador de la Institución Libre de Enseñanza, y secretario perpetuo de la prestigiosa Junta de Ampliación de Estudios presidida por Ramón y Cajal. Con la hija de Castillejo, Jacinta, casó en Londres y formó una familia Rafael. Era corresponsal especial para asuntos españoles en The Observer cuando la policía franquista asesinó en una calle de Barcelona a su hermano Alfredo, un funcionario que nunca había hecho política y cuyo único delito consistía en ser hermano de quien era.
A Cernuda, a su suegro Castillejo, a García Lorca por supuesto, a otros trasterrados, dedicó libros, antes y después de jubilarse como profesor de Literatura Hispánica en la Universidad de Londres. En su pequeño ordenador de la casa materna en la madrileña calle de Ayala, con el mobiliario de antaño, que conserva posados como vestigios los temores y dudas de Federico, había siempre dos libros naciendo. Venía de Londres varias veces al año, a presentar en la Residencia de Estudiantes los títulos que le iba editando Casariego y en los que se había propuesto dejar constancia de los hechos fecundos y el trato privilegiado que tuvo con las personalidades de un siglo que llegó a abarcar casi en su totalidad. Anécdotas y categorías entremezcladas en su memoria prodigiosa.
El dueño del manuscrito era un nonagenario alto, elegante por fuera y por dentro, espléndido, de un entusiasmo y una vitalidad contagiosos, como otro legado directo más de su amigo granadino. Se sabía bastante ignorado por los medios de comunicación españoles y por sus aduaneros literarios de guardia, pero con su edad, saber y gobierno podía llegar a ver las cosas con mucha benevolencia. Los que le tratamos en esta última época habíamos llegado a suponer que la eternidad era eso. Y no nos parecía que el siglo XX hubiese acabado hasta que hace unos meses Rafael se nos fue para siempre entre la niebla londinense, a los 97 años, con su blanca cabeza rizada de proyectos.
Ángel García Pintado es escritor y periodista.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 8 de junio de 2001